El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido - Alfa y Omega

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido

Jueves Santo / Juan 13, 1-15

Carlos Pérez Laporta
'El lavatorio de pies'. James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York.
El lavatorio de pies. James Tissot. Museo de Brooklyn, Nueva York.

Evangelio: Juan 13, 1-15

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

En el transcurso de la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de entregarlo, Jesús, consciente de que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas y sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido.

Cuando llegó a Simón Pedro, éste le dijo: «Señor, ¿me vas a lavar tú a mí los pies?». Jesús le replicó: «Lo que estoy haciendo tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde». Pedro le dijo: «Tú no me lavarás los pies jamás». Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo». Entonces le dijo Simón Pedro: «En ese caso, Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza». Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos». Como sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos están limpios».

Cuando acabó de lavarles los pies, se puso otra vez el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan».

Comentario

En aquella última cena se anticipó para los discípulos el misterio de amor de la Cruz. ¿Cómo es posible que algo que todavía estaba por suceder pudiese de algún modo darse antes, por adelantado? En la cruz, Cristo realmente murió por nosotros. Esa muerte fue la mayor entrega de amor de Dios. Si no hubiéramos pecado no habría sido necesario que muriese por nuestros pecados. Pero, ¿significaba eso que en la cruz nos amó de un modo nuevo? Nuestro pecado ¿exigió de él mas amor del que nos había profesado desde la creación? No, Dios nunca nos amó menos. La entrega en la cruz siempre fue una posibilidad ya contenida en su amor: siempre estuvo dispuesto a entregarse por nosotros. Siempre estuvo dispuesto a dar la vida por nuestros pecados. La cruz fue la manifestación concreta histórica de ese amor que siempre nos tuvo, exigida por las circunstancias y por nuestra libertad.

Pero ese amor siempre fue total. Por eso, dice el evangelista que Jesús, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». El amor de Cristo estuvo siempre con ellos, pero se hizo extremo cuando quiso quedarse después de la muerte. La manera de cenar aquel día —los gestos, las miradas y las palabras— tenían toda la intención de perdurar en el tiempo. Con esa cena quiso superar la muerte. Quiso entregarse por completo de la misma manera que en la cruz. Aquella cena quería ser el mismo acto que la cruz. Por eso, se anticipó la cruz en esa cena y, también por eso, en todas las cenas de la eucaristía se prolonga para nosotros ese mismo misterio.