Lo que ocurrió en 1508 en Roma marcó para siempre la historia del arte universal. El Papa Julio II confió a Miguel Ángel, que por aquel entonces contaba 33 años, las pinturas de la bóveda de la Capilla Sixtina. No contento con esto, encargó a Rafael la decoración de lo que serían sus estancias privadas. La combinación de estas dos genialidades nos deja sin palabras cada vez que visitamos los Museos Vaticanos. Mucho se ha escrito sobre la rivalidad entre Miguel Ángel y Rafael. Se cuenta que mientras el de Urbino estaba enfrascado en La escuela de Atenas, Bramante le permitió colarse en la Capilla Sixtina para ver qué es lo que estaba pintando su contrincante. Se quedó tan impactado que cambió su forma de pintar los frescos del palacio apostólico.
En 1512 Miguel Ángel había concluido la espectacular bóveda y hasta 30 años después no pintaría El Juicio Final, pero mientras tanto, el Papa León X pensó que en la capilla Sixtina todavía quedaba espacio para acumular talento. Los tramos altos de las paredes estaban decorados con frescos de Botticelli y Ghirlandaio entre otros, pero la parte inferior estaba disponible. Se le ocurrió completarlo con tapices monumentales, que puso en manos de Rafael. El encargo era todo un reto, porque debía competir con los frescos del Antiguo Testamento de Miguel Ángel, que tanta admiración causaban en la época, por lo que se esforzó al máximo en el diseño de los cartones, dedicados a escenas de los Hechos de los Apóstoles.
Tal como marcaba la moda, los tapices se tejieron en los mejores talleres de Flandes, y León X pagó por ellos 70.000 ducados de oro, más de un millón de euros actuales aproximadamente. Su inauguración en la capilla Sixtina fue un auténtico acontecimiento social. Aquel 26 de diciembre de 1519, fiesta de san Esteban, Rafael quedó definitivamente consagrado como artista. Tan solo meses después de aquella noche mágica, fallecía con 37 años.
Ahora, durante esta semana, en conmemoración del V Centenario de su muerte, Rafael y Miguel Ángel vuelven a estar juntos en las paredes de la capilla más famosa del mundo. La contemplación de los tapices colgados en el mismo lugar para donde fueron concebidos es tan excepcional como los sentimientos que despierta en el alma la capilla Sixtina. Los efectos de la belleza del arte son universales. Agrandan el corazón, liberan la mente y ensanchan el alma. La magia de la conjunción de estos dos grandes artistas en la capilla Sixtina nos transporta a otros mundos, a otras tierras, a otras épocas. El propio Francisco se lo comentaba a un grupo de filántropos que colaboran con los Museos Vaticanos: «El arte proporciona la armonía y la paz que el mundo necesita». Quizás hasta la reconciliación póstuma entre dos grandes rivales.