El discípulo, siempre atado a su Señor
14º Domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 10, 1-9
En el Evangelio de este domingo XIV del tiempo ordinario vemos cómo Lucas no solo describe el envío de los doce apóstoles a Israel (cf. Lc 9, 1-6), sino que Jesús, durante la subida a Jerusalén, después de anunciar las exigencias de la vocación (cf. Lc 9, 57-62), nombra a otros 72 discípulos, tantos como el número de pueblos que habitan la tierra según la tabla de las naciones de Génesis 10 (en la versión griega de la LXX).
Cuando Lucas narra esta página de su Evangelio, tiene ante sí la impresionante misión de los primeros cristianos que iban de ciudad en ciudad en la cuenca del Mediterráneo, anunciando con tanta fuerza el Evangelio. Jesús ya había enviado a los doce, elegidos por Él. Pero ahora designa otros 72, y los manda delante de Él como precursores para preparar su próxima venida.
Esta misión necesita personas, que en realidad no son suficientes: el campo del mundo es amplio, mientras que los posibles enviados son pocos. Jesús vislumbra la mies abundante, los campos que blanquean, pero advierte la escasez de los obreros para trabajar en la siega. Por esto es necesario orar a Dios para que sea Él quien llame y envíe trabajadores a su mies. La llamada de un discípulos se produce por la oración de la Iglesia, de tal manera que la misión debe brotar siempre de la oración (cf. Lc 6, 12-13).
Jesús envía a sus discípulos de dos en dos, para que vivan ante todo en comunión y sean un sostén el uno del otro, el uno apoyo y consejo para el otro en las tentaciones; de dos en dos para que la misión no sea una acción de personas individualistas. Los envía como ovejas entre lobos, es decir, indefensos, débiles, frágiles, conscientes de que están entre los que se oponen al Evangelio.
Jesús explica detenidamente el estilo del discípulo enviado por Él. No será como algunos fariseos ni como filósofos itinerantes, ni como rabinos. Pondrá solo en Dios su confianza. Será pobre, no miserable, pero sin dinero consigo, sin seguro de viaje, entrando en los hogares, encontrándose en las calles con los que buscan la vida plena. A estos les desearán la paz, y con ellos entablarán relaciones estrechas: comer y beber en su mesa, sin obsesión por la pureza de las personas y de los alimentos… En todos los discípulos debe reinar la gratuidad, que manifestarán también cuidando gratuitamente a los demás, curando a los enfermos de cuerpo y alma, y anunciando a todos que el reino de Dios está cerca.
Finalmente, el Evangelio señala que los discípulos vuelven exultantes porque han hecho milagros, porque el demonio ha salido huyendo. Pero Jesús los calma, porque no se debe a la eficacia de sus trabajos, sino al poder que Él les ha dado para esta misión. De este modo, les advierte de que su alegría no se derive de sus éxitos, sino de que han sido elegidos por Dios, inscritos en el libro de la salvación, configurados para esta misión. Ese es el origen de la alegría del discípulo de Jesús.
¿Qué cambio ha habido?
El Evangelio nos invita a reflexionar sobre la vida del discípulo del Señor. ¿Quién es él? ¿Qué cambio ha habido en su vida cuando el Señor lo ha llamado? ¿Qué ha ocurrido en él? La primera y principal actividad del misionero es la oración, pero no la oración como si él fuera el mediador, sino la oración del testigo amoroso que contempla y acompaña la oración de su Señor.
El discípulo está llamado a empaparse de la Palabra de Dios, a purificarse, a tener presente a los que tiene delante y a respetar su sensibilidad. El misionero no es Jesucristo, es solo «una voz que grita», y a veces con ciertas estridencias. Es duro y doloroso cuando uno descubre determinados momentos de su vida que se ha desviado, y que ha estado orientando no según el Señor, sino según su propia creatividad, sus opciones personales… Pero este juego de sufrimientos y de ir dando pasos hace crecer mucho, y a la larga trae mucha alegría, y da mucha confianza con el Señor, hablando íntimamente con Él como con un amigo, con el que comparte la responsabilidad de conducir el mundo a Dios.
El misionero, que ha de estar en el seno de la Iglesia hasta el fondo, está llamado a crecer cada día en el estilo de Jesús, que tanto le enseña, haciéndolo penetrar en secretos de corazones que nadie podría imaginar, dándole palabras para consolar cuando él está profundamente desconsolado, haciéndolo libre, sin ataduras, con la maleta siempre hecha, porque su casa es el camino. Está atado a Él y a los hermanos, que a veces lo llevan adonde él no quiere (cf. Jn 21, 18), pero quiere, porque un día dijo sí.
Después de esto, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: «Paz a esta casa». Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: «El reino de Dios ha llegado a vosotros».