El día que se revele el Hijo del hombre - Alfa y Omega

El día que se revele el Hijo del hombre

Viernes de la 32ª semana del tiempo ordinario / Lucas, 17, 26-37

Carlos Pérez Laporta
Lot saliendo de Sodoma, xilografía de la Crónica de Núremberg. Michel Wolgemut, Wilhelm Pleydenwurff.

Evangelio: Lucas, 17, 26-37

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían, bebían, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; entonces llegó el diluvio y acabó con todos.

Asimismo, como sucedió en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían; pero el día que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del cielo y acabó con todos.

Así sucederá el día que se revele el Hijo del hombre.

Aquel día, el que esté en la azotea y tenga sus cosas en casa no baje a recogerlas; igualmente el que esté en el campo, no vuelva atrás.

Acordaos de la mujer de Lot.

El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda la recobrará.

Os digo que aquella noche estarán dos juntos: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán». Ellos le preguntaron:

«¿Dónde, Señor?». Él les dijo:

«Donde está el cadáver, allí se reunirán los buitres».

Comentario

No basta con la mera supervivencia; pues, ellos también «comían, bebían». No es suficiente con el desarrollo, porque ellos también «compraban, vendían, sembraban, construían». Y ni siquiera alcanza con el mero amor humano; pues, también «se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo». Todo se queda corto ante el fin de los tiempos. Todo es insuficiente para superar el fin. La vida en el mundo, por y para sí misma no puede superar su propio final. El diluvio, una lluvia de fuego y azufre, la muerte,… da igual, «acabó con todos».

Tomar conciencia de ello todo lo llena de una inmensa nostalgia.

Porque querríamos probar la eternidad en cada copa de vino y en todos los manjares. Pretenderíamos que nuestros logros y esfuerzos tuvieran un valor infinito. Y, sobre todo, desearíamos con todas nuestras fuerzas que nuestro amor no conociese un ocaso. No querríamos una plenitud que no fuese de esta vida. Una gloria celeste después de la vida llegaría demasiado tarde: pretenderíamos que el cielo se desgarrase y desbordase obre lo que hoy amamos. «Acordaos de la mujer de Lot». Ella miró atrás porque no estaba dispuesta a abandonar todo lo que había amado en su vida: «en mi corazón nunca rechazaré, a quien sufrió la muerte porque eligió volver», dicen los hermosos versos de Akhmatova sobre la mujer de Lot.

Pero si Jesús nos pide «no volver» no es para hacer desaparecer toda nuestra vida, nuestro trabajo y nuestro amor. Lo hace porque no podemos conservarlos nosotros con nuestras fuerzas, apegándonos a ellos. Debemos dejar marchar, para poder tenerla para siempre: «el que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará». Como hicieron Noe y Lot, que vivieron para Dios sus vidas. Dejar marchar no es perder, sino dejarlo todo en las manos del Dios del tiempo y de la historia que nos lo conserva y entrega para la Eternidad, sin que nada se pierda. La vida, los esfuerzos y el amor. Sobre todo el amor.