El origen del llamado derecho a decidir se remonta al ideal ilustrado de una autodeterminación entendida como independencia de toda obligación o condición impuesta. Hoy sus protagonistas son minorías intensas que creen en la soberanía de la voluntad, niegan que la naturaleza humana sea un dato objetivo de la realidad y reivindican la necesidad de que el poder político convierta en derechos sus aspiraciones identitarias. La secesión es, para estos grupos, la única respuesta posible ante la frustración de sus aspiraciones. Y la democracia, reducida a expresión del querer de la parte mayoritaria de la sociedad, es la legitimación última de sus anhelos. La visión antropológica que subyace a esta visión absolutiza la lógica de los derechos, en franca oposición a la concepción personalista del hombre y las relaciones humanas, al tiempo que entiende la vida comunitaria como yuxtaposición de intereses de parte. Quienes hoy militan en las tesis secesionistas, ya sean personas o comunidades, apelan al derecho a disponer de sí mismos como expresión de una voluntad que no puede ser reprimida, puesto que se trata de un derecho real y originario o, lo que es lo mismo, de un derecho absoluto, imprescriptible, irrenunciable y que nace con el sujeto. Pero los derechos humanos, ya sean en su dimensión individual o comunitaria, ¿son absolutos? Si así fuera, de su ejercicio se derivarían consecuencias negativas hasta el punto que los derechos de unos acabarían dejando sin efecto los derechos de otros.
El personalismo cristiano y la doctrina social de la Iglesia entienden que el ejercicio práctico de los derechos está sometido a criterios morales de legitimación por la simple razón de que la relación derechos-deberes afecta al carácter comunicable de todos los bienes temporales. Entendido así, ¿qué podría legitimar el ejercicio del derecho a decidir como derecho de secesión? ¿Cuál sería la razón última para dejar sin efecto relaciones de reciprocidad forjadas históricamente entre ciudadanos, grupos e instituciones sociales, religiosas y educativas, culturas particulares y comunidades lingüísticas? ¿Quiénes son los beneficiarios del derecho a disponer de sí mismos? Y, dado que decisiones de este tipo no sólo afectan a los sujetos que reivindican su derecho decidir, sino a todos los que resultan afectados, habría que preguntarse: ¿cuáles son las consecuencias derivadas del ejercicio de este tipo de derechos? ¿Cómo se protegen y quién garantiza, en el caso de que el derecho de libre disposición implique una secesión, los derechos de aquellos que, sin quererlo, quedan atrapados en el seno de una unidad que se desgaja? Estas preguntas merecen respuesta porque cualquier decisión humana tiene consecuencias, y porque el sujeto de la vida política es la persona. Razón por la que la pregunta moral por el secesionismo, a la que ningún católico debería sustraerse, exige, al menos, una respuesta doble: quién es el auténtico beneficiario del ejercicio del derecho a decidir; y en qué medida el efecto de ese derecho, en caso de que fuera tal en los términos en que se plantea, sirve a un bien mayor para los ciudadanos según una política del bien común.