El COVID-19 campa por la Amazonía: así se intenta proteger una comunidad
En toda la región panamazónica el coronavirus ya ha contagiado al cierre de esta edición a 92.870 personas, de las cuales 5.345 han fallecido. En las ciudades hace estragos en la periferia, y ya se ha extendido a las comunidades indígenas, donde alcanza una letalidad del 25,4 %. La Iglesia y las aldeas buscan soluciones
El estado brasileño de Amazonas, siendo el 13º del país por población, es ya el cuarto en número de casos de COVID-19: 25.367. Es solo uno de los datos que revelan el impacto del coronavirus en la región panamazónica, con 92.870 contagiados y 5.345 fallecidos según la Red Eclesial Panamazónica (REPAM). El grueso de los casos corresponde a la Amazonía brasileña. No en vano, es una de las regiones más abandonadas del país que, con 365.000 casos y 22.746 fallecidos, es ya el segundo en el ranking mundial de la pandemia.
Los datos seguramente serán peores. «No se está contando a los que están muriendo en casa, la mayoría por falta de plazas en los hospitales». Lo cuenta el misionero español Luis-Miguel Modino desde Manaos, la capital de Amazonas, donde ya se entierra a los fallecidos en fosas comunes.
En esta ciudad de dos millones de habitantes, la crisis está afectando sobre todo a la población que vive en los asentamientos de la periferia: indígenas, migrantes venezolanos, recogedores de basura… Además de la enfermedad y del hambre, consecuencia de la interrupción del trabajo informal por el confinamiento, los indígenas «no están teniendo la atención sanitaria especializada a la que por ley tienen derecho», denuncia Modino.
Cáritas está intentando hacer llegar a todos estos grupos alimentos y material higiénico. Además, junto con OMP, la Comisión para la Amazonía de la Conferencia Episcopal Brasileña y la REPAM ha lanzado la campaña La Amazonía te necesita, con el fin de conseguir medicamentos y EPI.
A las comunidades… y a los indígenas
Sin embargo, aunque el primer brote de Amazonas fue en Manaos, la capital ya solo acumula la mitad de los casos del estado. Los demás corresponden a comunidades del interior. «En las grandes, que pueden tener 10.000 personas, cuando se llega a 200 o 300 casos se desata y empiezan a aparecer 50 más cada día», explica Modino, que hace un seguimiento diario de los casos.
Preocupa especialmente la expansión del coronavirus entre las poblaciones indígenas. Según la REPAM, en toda la región panamazónica se han contabilizado 1.861 casos de COVID-19 y 473 muertes entre indígenas. Es decir, con únicamente el 2 % de los casos de la región, los indígenas ya suponen el 8,8 % de los fallecidos: una letalidad del 25,4 % frente al 5,8 % del total de la población.
En la mayoría de casos, «el coronavirus llegó por gente originaria de esas comunidades que estaba en la ciudad y volvieron a casa, aunque en teoría se prohibieron los viajes; o que venían para comprar, o para hacer trámites, como cobrar las ayudas del Gobierno. Está pasando en toda la región», subraya el misionero.
Pueblos en peligro de extinción
También puede introducirlo, como ocurrió en Alto Solimoes, «un médico» que había llegado del sur. No es un asunto baladí, pues la escasez de personal hace que se muevan continuamente entre comunidades. Solo las visitan una vez cada mes o dos. Como infraestructura sanitaria estable, apenas hay en muchos lugares un dispensario para varias comunidades. El único hospital con UCI está en Manaos, y un avión puede tardar un día en trasladar a un enfermo.
Una vez introducido el patógeno, a la insuficiente atención sanitaria se suma la rapidez con la que se extiende, por la menor inmunidad de los pueblos y porque aislarse entre ellos «es muy difícil, la gente vive en casas con una sola sala», explica Modino. Un panorama que hace temer a muchos que, como ocurrió en el pasado con otras epidemias, el coronavirus termine diezmando a muchos pueblos o incluso haciendo desaparecer a algunos. La Conferencia Latinoamericana de Religiosos quiere evitarlo pidiendo profesionales sanitarios voluntarios para atender a esta población.
«Recibimos información por WhatsApp»
Con todo, hay zonas que aún resisten. Es el caso de Vale do Javarí, una reserva indígena brasileña algo menor que Andalucía. Entre los 5.000 indígenas de una decena de pueblos diferentes que tienen allí su hogar (incluidos 2.000 de comunidades no contactadas) aún no se han detectado casos. Pero «todos los días recibimos por WhatsApp información de los pueblos de otras tierras, como los kokama, que tienen muchas muertes», explica Chorimpa Veread, líder de una comunidad atendida solamente por un enfermero y un técnico de enfermería («antes de este Gobierno teníamos un médico»).
«Sabemos que nosotros tenemos el mismo riesgo por invasores como los cazadores, los pescadores y los garimpeiros» –mineros ilegales que llegan del resto del país y también de Colombia y Perú–. De hecho, al otro lado del río Javarí se encuentra el departamento peruano de Loreto (con capital en Iquitos), el quinto más golpeado de ese país, a pesar de ser el duodécimo por población.
«La gente se interna en el bosque»
Ante esta amenaza, la Unión de Pueblos Indígenas del Vale do Javarí (UNIVAJA) está ya preparando un plan de emergencia con las aldeas, las autoridades sanitarias y los órganos indigenistas. Una de sus prioridades es «bloquear la entrada por los ríos. Pero nuestro equipamiento es insuficiente» frente a los invasores.
«Con las políticas del Gobierno» de Jair Bolsonaro, «todas las instituciones dedicadas a los indígenas tienen menos recursos y personal, están quebradas. Las medidas de protección quedan sin ningún tipo de apoyo o respaldo», abunda Cristina, una voluntaria chilena del Consejo Indígena Misionero, de la Iglesia brasileña. Sin otra protección disponible, «los pueblos se están internando en el bosque como estrategia de prevención», explica Veread.
El plan de emergencia de UNIVAJA también incluye detectar todas las necesidades y organizar una campaña para conseguir y llevar a las aldeas de forma segura «productos básicos para nuestros pueblos y que ahora faltan, como material de pesca, munición [para la caza], azúcar y sal», imprescindible para conservar el pescado.