El corazón del Padre
4º domingo de Cuaresma / Evangelio: Lucas 15, 1-3. 11-32
El camino cuaresmal que hemos emprendido este año a través de la escucha del Evangelio de Lucas está orientado al anuncio de la misericordia divina, que provoca en nosotros la conversión atrayéndonos a Dios.
Al comienzo del capítulo 15, Lucas dice que los recaudadores de impuestos, es decir, los que eran manifiestamente pecadores, gente perdida, vinieron a escuchar a Jesús. ¿Por qué se sintieron atraídos por Él, mientras huían de los sacerdotes y los fieles observantes de la Ley? Sintieron que estos no los querían, sino que los juzgaban y despreciaban. Jesús, en cambio, tenía otra mirada. Él siente compasión: no juzga ante quien está, no lo condena, sino que va a buscarlo donde se encuentra, en su pecado, para ofrecerle una relación de amistad, la posibilidad de caminar juntos, de compartir la vida sin prejuicios. Así, los pecadores acudían a Jesús, lo cual escandalizaba a los fariseos y escribas, que murmuraban diciendo: «Este acoge a los pecadores y hasta come con ellos» (Lc 15, 2).
Jesús, por tanto, se ve obligado a defenderse, y no lo hace con violencia ni siquiera haciendo elogio de sí mismo, sino contándoles algunas parábolas. Este domingo escuchamos la conocida parábola del hijo pródigo, o mejor, de los dos hijos perdidos y del padre pródigo de amor. Es la gran parábola del Evangelio de Lucas, que presenta a Dios de la manera más tierna que es posible. En ella podríamos distinguir cuatro escenas diferentes:
1. La ruptura con el hogar (Lc 15, 12-13). El hijo se va, no quiere ser hijo. Considera que la herencia es su derecho. De este modo, exigir la herencia es negar al padre y es marcharse. Aunque no se hubiera ido físicamente se habría ido. Todos somos hijos pródigos, porque todos –¡cuántas veces!– hemos intentado apropiarnos de la herencia y hacer nuestra vida al margen del hogar divino.
2. El fracaso del hijo pródigo, su desconsuelo (Lc 15, 14-19). El hijo se marcha, pero pronto malgasta toda la herencia, quedando así sin dinero, hasta el punto de tener que ponerse a trabajar para sobrevivir. Es un elemento significativo el cerdo, ya que en el judaísmo es considerado un animal impuro. De este modo, este pobre hijo está al servicio del animal impuro, de lo que no es ni siquiera digno de ser alimento del hombre digno. ¡Cuánta hambre y esclavitud! El hijo se ha degradado. Apenas queda en él rastro de su antigua dignidad. Sin embargo, queda todavía en él un poco de nostalgia del hogar que ha abandonado, de la casa de su padre.
3. La salida del padre al encuentro del hijo (Lc 15, 20-24). Es la escena central. El hijo se iba a arrodillar, a humillar, a pedir perdón. Pero el que realmente se humilla, el que sale, es el padre. Quien agradece de verdad la vuelta es el padre, porque el hijo para el padre es mucho más que un bien, es su corazón. En el fondo de ese abrazo hay gratitud por parte del padre, como si llegara a decirle: «¡Gracias, hijo, por venir!». El hijo se esperaba un rechazo, y se encuentra todo lo contrario. Hay un abrazo de ternura, de amor infinito. Es la bondad llegando al límite. Y todo se traduce en música, en gritos, en alegría, y en la matanza de un ternero cebado (cf. Gn 18, 7).
4. La envidia del hijo mayor (Lc 15, 25-31), que se escandaliza y acusa al padre de faltar a la justicia. Su hermano se marchó, y la herencia que queda es de él, que siempre ha estado junto a su padre, sin recibir ninguna fiesta. Sin embargo, el padre se entristece, porque ve que está perdiendo ahora al otro hijo, o que lo ha perdido hace tiempo: «Hijo, […] este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado». De este modo, el padre está invitando a su hijo mayor a contemplar lo que es el corazón del padre, a convertirse y a acudir a su hermano.
¡Qué espléndida parábola la de este domingo! Todos nosotros tenemos necesidad de un padre como nos presenta el Evangelio, todos necesitamos un hogar como este, donde no solo seamos acogidos, sino abrazados con alegría. Este el amor de Dios. Perdonar no es soportar, es salir. Perdonar es siempre una acción positiva: es ir al encuentro, es acoger. ¡Bonita tarea en esta Cuaresma del Señor!
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».