Reconozco que, a priori, me da repelús. No logro encontrar últimamente ni un retazo positivo en los ya tan manidos influencers, esta nueva forma de estar en el mundo, o de monetizar el mundo, a través de la adicción de personas aburridas de sus vidas. Esta semana escandalizaba la noticia de que dos de ellos —no sabemos si reales o autodenominados— supuestamente han drogado y violado a cuatro menores de edad. Por lo visto incluso las grababan y aprovechaban «su popularidad» para atraerlas. Que el primer mundo se ha vuelto completamente loco ya es una constatación. Pero que no pocos seguimos alimentando esa locura, es otra. Si una señora concreta enseña una crema en sus redes se triplican las compras. Si otro va al restaurante de moda, no hay forma de reservar en meses. Si uno hace de inquisidor y denuncia a alguien —sea denunciable o no— la turba se lanza en contra sin respetar la presunción de inocencia y marcando para siempre nombres y almas. Menos mal que Heriberto, en estas páginas, me ha reconciliado ligeramente con esta época. Dice que si hay alrededor de 800 millones de usuarios en TikTok, el mensaje de Dios tiene que estar ahí. Y, al menos, entendí que hay una rendija.