El centro de la misión
3er domingo de Pascua / Evangelio: Juan 21, 1-14
La escena que se narra en el Evangelio de este domingo tiene lugar en el lago Tiberíades, donde los apóstoles han buscado refugio después de todos los acontecimientos acaecidos con Jesús, especialmente su Pasión y su muerte. Los apóstoles viven momentos de incertidumbre, sin saber muy bien qué camino tienen que tomar.
Dado que varios de ellos eran pescadores no es de extrañar que vuelvan a un lugar y una actividad que les ofrece seguridad. En aquel mismo lugar, un tiempo atrás, cuatro de ellos habían vivido un encuentro especial con Jesús y este les había llamado a ser sus discípulos (Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 1-11). Respondieron con generosidad porque sintieron en lo hondo de su ser que aquello era algo bello por lo que merecía la pena dejarlo todo.
Ahora, siete de los apóstoles han vuelto al lago y han echado las redes al mar, «pero aquella noche no pescaron nada». Echar las redes es su modo de vivir y saben hacerlo; tienen experiencia, pero aquella noche no han tenido éxito. Se les ha echado encima el amanecer y, a pesar del agotamiento, todavía están intentando pescar algo. En ese momento aparece una persona en la orilla, a la que no logran reconocer porque está a un centenar de metros de distancia. Les hace una pregunta: «Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?». Jesús sabe bien que no tienen pescado, pero pregunta. Es algo evidente. Sin embargo lo que Jesús busca es poner de manifiesto que aquello en lo que los discípulos están poniendo su seguridad no puede saciar su hambre de felicidad.
La acción se sitúa en la noche, que ya está a punto de amanecer, aunque todavía es noche. En esa noche donde se experimenta la impotencia y la inutilidad. Y ahí es donde se oye la llamada del Señor: «Echad las redes a la derecha de la barca». Les está pidiendo que cambien de dirección, que salgan de sus inercias, de lo fácil, de lo acostumbrado. ¿Acaso la barca no se ha movido hacia todos los lados durante la noche? ¿Acaso los peces han girado conforme ellos giraban? Pero a pesar de todo los apóstoles siguieron la sugerencia y echaron las redes a la derecha. ¿Qué ocurrió? «Echaron la red y no podían arrastrarla por la abundancia de peces». «Simón Pedro sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres». El número es significativo porque en los bestiarios de la época griega se indicaba que en el mar Mediterráneo había precisamente 153 clases de peces diferentes. Es un número que simboliza, por tanto, la totalidad. Hemos pasado de la nada a la plenitud.
En el mismo lugar, sirviéndose de las mismas redes que antes, ahora los apóstoles obtienen frutos abundantes de pesca. De no tener nada, de utilizar las redes para simplemente sobrevivir, los apóstoles han pasado a tener pescado en abundancia. ¿Qué ha cambiado? Sencillamente que ahora Cristo está presente y ellos, siguiendo su voz, han obrado de otro modo con los mismos instrumentos.
También nosotros, sin cambiar de lugar, con las mismas redes en las que apoyamos nuestra existencia, pero usadas de otro modo, nuestra vida puede tener un sabor diferente. Esa persona de la que quizás no estemos contentos nos puede llenar de gozo; ese estudio o trabajo que nos produce hastío nos puede ayudar a realizarnos; la historia de nuestra relación con la familia, quizás jalonada de momentos muy oscuros, puede ser fuente de paz… Solo tenemos que obedecer a Cristo y lanzar las redes a la derecha, en otra dirección.
¿Quién ordena a los apóstoles que echen las redes a la derecha? ¿Quién los espera en la orilla con pan y pez, es decir, con el banquete –o sea, con la Eucaristía–? Jesús resucitado, el Señor. El centro de los discípulos es comer su cuerpo, su carne, y beber su sangre (cf. Jn 6).
El discípulo amado –no Pedro– es el primero que reconoce al Señor. Aunque Juan 21 –que es el epílogo de todo el Evangelio– se centra en el pastoreo de Pedro, sin embargo el primero que contempla y adora es el discípulo amado. Y desde el amor se va a plantear la misión de Pedro, desde una dimensión muy honda. En ese diálogo con Pedro, Jesús no le pregunta si le gusta el pastoreo, si le interesan las ovejas. Pedro tiene sus intereses, sus limitaciones. Pero hay un eje del que se deriva la vocación de Pedro, la llamada de Jesús, y la vocación de todo cristiano en este momento de la historia: «¿Me amas más que estos?», es decir, ¿has dado un paso adelante en tu vinculación conmigo, en tu reconocimiento afectivo, en la hondura de tu amor? Porque solo nuestra unión con el Señor servirá para que Él pueda pronunciar nuestro nombre, para que pueda encargarnos de alguna dimensión de la evangelización y de la pastoral cristiana, para que colaboremos con Él en apacentar este mundo. Ese es el centro.
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No». Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: «Es el Señor».
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.