El cardenal que vuelve a ser misionero - Alfa y Omega

El cardenal que vuelve a ser misionero

El obispo emérito de Benguela, el cardenal Dal Corso, ha decidido con 82 años continuar con su labor misionera, ahora en una zona sin sacerdotes

Victoria Isabel Cardiel C.
Dal Corso evangeliza a unos jóvenes que no saben leer ni escribir, en Lilunga (Angola), en junio de 2020. Foto: Matteo Campana.

El cardenal italiano Eugenio Dal Corso es un hombre coherente que no dudó en renunciar a las comodidades del primer mundo para vivir y sufrir con los desheredados de la tierra. «Siempre quise ser misionero y lo seguiré siendo hasta el final», asegura tras reunirse el viernes pasado con el Papa en el Vaticano. Tiene 82 años y ha pasado la mayor parte de su ministerio tocando con el corazón las periferias. Vivió once años en Argentina y 36 en Angola, donde reside actualmente. «Mi familia quiere que me quede en Italia, pero después de tantos años me siento angoleño», reconoce. En 2018 Francisco aceptó su renuncia por razones de edad, pero poco después lo creó cardenal y, lejos de retirarse y volver a Italia, ha vuelto a ser misionero, esta vez en Caiundo, en el sureste de Angola, una región fronteriza con Namibia y Zambia, de unas 24.000 personas, que vive principalmente de la agricultura y la pesca y donde no había sacerdote. Asumió ese reto como una renovación de su vocación misionera para seguir entregado a los problemas de su gente a pesar de los achaques. «Vivo en una zona muy humilde y abandonada. Hay días en que la gente solo come una vez al día», explica tras constatar que el aumento de la temperatura y las sequías han hecho estragos en el rendimiento de los cultivos de los poblados. «El cambio climático les está afectando mucho», asegura.

Hay mucha pobreza y pocas escuelas. Muchos todavía viven traumatizados por la guerra civil que terminó en 2002, «aunque prefieren no hablar de ello y vivir su vida sin rencores». Se calcula que alrededor de un millón y medio de angoleños murieron durante el conflicto que se originó tras la independencia de Portugal, en 1975. Otros cuatro millones fueron desplazados internos y más de medio millón buscó refugio en países vecinos. «Yo nunca he sentido que mi vida peligrase», afirma. Me respetan mucho como sacerdote, pero el problema son las minas, que continúan activas». El Gobierno de Angola está tratando de desactivarlas, pero es casi imposible saber cuántos artefactos quedan aún en el terreno. El país arrastra también la sombra de la corrupción, pero su mayor preocupación es que, donde no ha llegado el Evangelio, «hay muchos problemas». «Si nace un niño que está un poco enfermo, directamente lo matan. Mientras tenga fuerzas me dedicaré a mostrar a Jesús a todos, especialmente a los más lejanos y necesitados».

Dal Corso pasa los días en el Centro Pastoral Santa Josefina Bakhita de Caiundo, a 140 kilómetros del supermercado más cercano y de la única iglesia en la zona. «La han construido algunas familias cristianas del pueblo», subraya. Para llegar hasta allí tiene que subirse a un todoterreno y superar un camino medio asfaltado. Donde vive no hay agua corriente. Hay que sacarla del río y hervirla antes de beberla. Y la luz va y viene. Pero él solo habla de los retos de formación que tiene la Iglesia. «Prácticamente toda la gente es cristiana. El 65 % son católicos, pero la mayoría solo ha recibido el Bautismo; después no viven más sacramentos», señala. Él es el único sacerdote para una población que supera la de la localidad madrileña de Torrelodones. «Antes venía una vez al mes otro sacerdote a celebrar Misa. Ahora soy yo el cardenal misionero», incide.

En este contexto, la labor de los catequistas itinerantes es fundamental. Su objetivo es «restaurar la capilla, adecentar la casa de los sacerdotes, motorizar los desplazamientos y restaurar al menos otro de los edificios para usarlo como salón parroquial». Con sus propios fondos ha conseguido libros y publicaciones en idiomas y dialectos locales para la catequesis y la liturgia. «Es importante hablar su cultura».