Que el cardenal Cañizares se encuentre ya en los tribunales por exponer la Doctrina Social de la Iglesia, impugnando estilos de vida contrarios al bien común, significa que el precio que hay que pagar para formar parte del espacio público consiste en un ominoso silencio, en una suerte de castrante endogamia de la acción humana, sin mayor influencia que la otorgada por la ideología o el «Estado ético».
Cuando la Iglesia interviene en el debate público expresando sus reservas o recordando ciertos principios, eso no constituye una forma de intolerancia ni desprecio hacia ningún colectivo, puesto que esas intervenciones sólo están encaminadas a iluminar las conciencias, permitiéndoles actuar con libertad y responsabilidad de acuerdo con las verdaderas exigencias de justicia, aunque esto pueda estar en conflicto con situaciones de poder o intereses personales. La Iglesia busca la defensa y promoción de la dignidad de la persona, prestando especial atención a los principios innegociables, anteponiendo las exigencias de la justicia a los intereses personales, de una clase social o incluso de un Estado.
Uno de esos principios es el reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa contra los intentos de equipararla jurídicamente a formas diferentes de unión que contribuyen a desestabilizarla, oscureciendo su irreemplazable papel social. Así lo recordaba Benedicto XVI en un Discurso a los participantes en un Convenio promovido por el Partido Popular Europeo en el año 2006, manteniendo que esos principios, al que habría que añadir el respeto a la vida en todas sus etapas y la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos, están inscritos en la misma naturaleza humana, son comunes a toda la humanidad. Por el contrario, la difusión de un confuso relativismo cultural y de un individualismo utilitario y hedonista socava la democracia y favorece el domino de los poderes fuertes.
La Iglesia tiene serias dificultades para hablar con libertad no ya en la esfera pública, sino incluso dentro de la propia Iglesia. No existe la Iglesia como Cuerpo de testigos ante el mundo que hable con verdad al poder o resista a la violencia institucionalizada del Estado. La secularización interna (cristianos paganos que se encuentran bajo un régimen pagano) no hace difícil pensar en una Iglesia que ha perdido su propio modo de pensamiento hasta dejar de ser ella misma: ¿cuántas declaraciones a favor del Magisterio se han producido desde la abierta persecución a Cañizares? La ironía más bien ha sido constatar que demasiados dirigentes de la Iglesia se han convertido en acólitos del Estado, olvidando el mandato de vigilancia y magisterio impuesto por Dios, y en abundar en un hipotético desencuentro entre el cardenal y el Papa Francisco, incapaces ambos de narrar juntos un relato genuinamente católico.
La determinación de la Fiscalía provincial de Valencia para abrir diligencias de investigación penal contra el cardenal Antonio Cañizares manifiesta la asunción por parte del Estado de la «ideología de género», así como la firme resolución de los actuales dirigentes políticos e instituciones valencianas de servir a sus clientes, de impregnar la cultura de semejante ideología. El poder político valenciano se precipita en dos errores que una sana laicidad de Estado debe evitar: la imposición coercitiva de la «ideología de género» y el rechazo a instancias morales que proceden de tradiciones religiosas que no está legitimado para administrar sino para adherirse con plena libertad. El ámbito institucional está creando el imaginario hegemónico de un grupo humano capaz de influir poderosamente en la conducta personal y en el modo de organizar la vida sociopolítica.
La invitación del cardenal Cañizares a la subversión por parte de los católicos a aquellas leyes que están basadas en la «ideología de género» es una llamada justa, por cuanto la ética política tiene una dependencia relativa de la ética personal y el Estado no puede imponer una deriva individualista moralmente inaceptable para el bien común. La «prudencia política», lejos de cualquier reduccionismo ideológico, no aconseja promulgar una normativa que desemboca en lo que el beato Pablo VI denominó «la dictadura de los espíritus», la peor de todas, una «ideología de género» que, según el cardenal perseguido en la actualidad por la ideología y el Estado, es la «más insidiosa y destructora de la humanidad».