He asistido con perplejidad al Sínodo de los Obispos. Como creyente, como madre, como profesional de la comunicación, este acontecimiento ha zarandeado mi vida y mi trabajo. Confieso que mi primer acceso al corazón de la cristiandad ha sido, precisamente, tratar de oír el latido de Dios. No deja de conmoverme que el Omnipotente siga saliendo al camino a buscarnos; que no se haya quemado con una civilización que apostata de Él, y en consecuencia, juega irresponsablemente con ese don inmenso que se nos regala: la familia.
He meditado muchos textos de las intervenciones de camino al cole, o acunando a un niño mientras oraba. Mis disculpas si lo que cuento en algún punto tiene manchas de puré.
También confieso que he seguido poco el relato de los informativos convencionales. A estas alturas, entiendo que la naturaleza de la Iglesia y la potencia sobrenatural del mensaje de Jesús no se pueden transmitir con cualquier clave. A veces, por desconocimiento (otras, por interés o por prisa) se aplican criterios ideológicos y políticos, y con ello se desvirtúa completamente lo que está pasando. Si yo le doy a mi hijo para comer arcilla, porque se parece al chocolate…, le enveneno con el contenido por muy verosímil que sea la apariencia. Hoy, tenemos la fortuna de poder acceder de primera mano a las fuentes de la información: por ejemplo, a la web del Vaticano.
Quizá parte de la riqueza del mensaje no ha llegado al común de los mortales. O ha llegado distorsionado. Me he cansado de oír: «La Iglesia ha cambiado porque el Sínodo dice que…». Pues bien: un Sínodo no puede redefinir el magisterio de la Iglesia. Tan simple como eso. Se escuchan aplausos desaforados por pretendidos cambios doctrinales. Se oyen gritos de escándalo en los que temen que, por fin, los signos de los tiempos hayan logrado traicionar el precioso legado de Jesús. Esas posturas (lógicas) no se corresponden fielmente con lo que está pasando. Y emborronan lo único cierto: que Francisco es Pedro. Que cuando hable ex cathedra no podrá equivocarse. Y que, en su discernimiento, ha querido contar con el consejo de seres humanos, cuya búsqueda de la verdad no es perfecta pero está deliberadamente puesta bajo la protección de Dios. Qué maravilla, también, escuchar a tantos matrimonios que han hecho obvio que el Espíritu Santo está asistiendo a su Iglesia con una ternura y una creatividad extraordinaria. El reto es claro: o somos protagonistas de la Historia de Salvación, o nos escudaremos en las peplas del Padre sinodal de turno.
Si este acontecimiento nos sirve para postrarnos a los pies de Jesús y, movidos por su Amor, ponernos en camino junto a Pedro…, habrá merecido la pena. Si nos dejamos llevar por el ruido y la superficialidad de nuestro ambiente cultural, si caemos víctimas del desconcierto y el análisis sectario, desperdiciamos una oportunidad magnífica.
Dios es el primer interesado en sanar a nuestras familias y en reconstruir con paciencia nuestra sociedad. Seguro que tenemos ya una mano monopolizada por el móvil. Que no se nos olvide dedicar la otra sólo a Él, a cogernos fuerte de su mano.