El amor que ponemos
Con motivo de la festividad, hoy, jueves, del patrono de los periodistas, san Francisco de Sales, publicamos un extracto del libro En las fuentes de la alegría con san Francisco de Sales, que F. Vidal acaba de publicar en la editorial Edibesa. El que fuera obispo de Ginebra, fundador de la orden religiosa de la Visitación y una de las grandes figuras del siglo XVII, se presenta con la misma actualidad tanto para el periodista o el cristiano como para todos. Fue un ejemplo a seguir de una vida apasionante en la que quiso hacer suya la vida que Cristo propone a todo hombre
Antes que nada, es necesario observar los mandamientos generales de la Ley de Dios y de la Iglesia, que obligan a todo fiel cristiano, con prontitud y con gusto». Puesto que son la expresión de la voluntad de Dios, deben encontrarnos siempre dispuestos a cumplirlos, y a hacerlo de buen grado, tanto más cuanto que, por su naturaleza, son «dulces, agradables y suaves».
El santo observa: «Muchos cumplen los mandamientos como quien traga una medicina, más por miedo a condenarse que por el placer de vivir según la voluntad del Salvador. Y así como hay personas que, por agradable que sea un medicamento, lo toman de mala gana, sólo porque es un medicamento, así hay almas que tienen horror a lo que se les manda por el hecho mismo de ser mandado. En este sentido, se cuenta que un hombre había vivido a gusto en la gran ciudad de París sin salir de ella durante ochenta años y, en cuanto el rey le ordenó permanecer allí para siempre, salía a diario a disfrutar del campo, cosa que antes nunca había echado de menos».
«Un corazón que está lleno de amor, ama los mandamientos, y, cuanto más difíciles son, más dulces y agradables los encuentra, porque así complace más al Amado y le hace mayor honor».
«Además de los mandamientos generales, hay que cumplir exactamente los mandamientos particulares que nuestra vocación nos impone», porque también ellos son expresión de la voluntad divina.
«Y quien no lo cumpliere, aunque resucitara muertos, no dejaría de estar en pecado y condenarse si muriera así. Por ejemplo, los obispos tienen el deber de visitar a sus ovejas, para enseñarlas, corregirlas y consolarlas. Si yo permaneciera toda la semana en oración, si ayunara toda mi vida, pero no visitase a las mías, me perdería. Si una persona casada hiciera milagros, pero no cumpliese sus deberes matrimoniales con su cónyuge, o no cuidase de sus hijos, sería peor que un infiel, dice san Pablo».
Esos «mandamientos particulares de nuestra vocación», son, al igual que los generales, «dulces, agradables y suaves».
«¿Qué es, pues, lo que nos los hace molestos? En realidad, solamente nuestra propia voluntad, que quiere reinar en nosotros al precio que sea… Queremos servir a Dios, pero haciendo nuestra voluntad y no la suya. No nos corresponde a nosotros escoger a nuestro gusto; tenemos que ver lo que Dios quiere, y si Él quiere que yo le sirva en una cosa, no debo servirle en otra».
«Esto no es todo, sino que, para ser devoto, no sólo hay que querer cumplir la voluntad de Dios, sino hacerlo con alegría».
«Es cierto que nada nos impide tanto perfeccionarnos en nuestra vocación como aspirar a otra; porque, en vez de trabajar en el campo propio, enviamos nuestros bueyes y nuestro arado al campo del vecino, donde ciertamente no cosecharemos este año. Y todo eso es una pérdida de tiempo, pues es imposible que, teniendo puestos nuestros pensamientos y esperanzas en otra parte, podamos aplicarnos a conseguir las virtudes requeridas para el lugar en que nos encontramos».
Nuestra vida será tanto más rica cuanto más estrecha sea nuestra unión con la voluntad divina. «Todo el valor de lo que hacemos está en la conformidad que tengamos con la voluntad de Dios. Si yo como o bebo porque ésa es la voluntad de Dios, le soy más agradable que si sufriera la muerte sin tener esa intención».
El amor que ponemos en nuestros actos es lo que les da diferente valor, cualesquiera que sean las tareas en que nos ocupemos.