El abrazo al Padre misericordioso
Tras un duro Vía Crucis, Juan Pablo II recibió el abrazo del Padre, tras participar en la misa del Domingo de la Misericordia Divina, la fiesta que dejó como regalo personal a su Iglesia
«A las 21:37, nuestro Santo Padre ha regresado a la Casa del Padre». Fueron palabras rotas por el llanto. Las pronunció el arzobispo argentino Leonardo Sandri. Un escalofrío se expandió por la plaza de San Pedro del Vaticano hasta llegar a la Vía de la Conciliación, que en la noche de este sábado acogían a más de sesenta mil personas. La muchedumbre estalló en un largo aplauso. A continuación, los presentes cayeron de rodillas y entonaron el Salve Regina. La mano derecha de Juan Pablo II en la guía de la Santa Sede, el cardenal Angelo Sodano, inició poco después la oración del De profundis en latín e italiano.
Para ese momento eran ya muy pocos los romanos, peregrinos y turistas que habían podido contener las lágrimas. Minutos después repicaban a muerto las campanas de la basílica de San Pedro, invitando a unirse en oración por el Obispo de Roma. Concluía así el tercer pontificado más largo de la Historia, que cambió en sus casi 27 años tantas realidades, sin precedentes.
Había sido una jornada serena, transcurrida en su habitación, en compañía de las personas con las que ha afrontado su ministerio pontificio, su secretario desde los años en los que era arzobispo de Cracovia, el arzobispo Stanislaw Dziwisz, arzobispos y monseñores amigos polacos de toda la vida, y las religiosas polacas que le han atendido desde que llegó a Roma.
Prácticamente hasta el final mantuvo la conciencia, como confirmó el comunicado de prensa que, dos horas y media antes había emitido el portavoz de la Santa Sede, Joaquín Navarro-Valls: «Cuando se le pregunta, responde correctamente a las preguntas de los que conviven con él», informaba.
El mensaje final
Sus últimas palabras hechas públicas por la Santa Sede las dedicó a los jóvenes, los preferidos de su pontificado, por quienes creó las Jornadas Mundiales de la Juventud. Las logró emitir en varios intervalos y con gran esfuerzo en la noche anterior, cuando otra imponente vigilia había congregado a la ciudad eterna para rezar a su lado.
Sus colaboradores le aseguraron que entre las decenas de miles de personas había muchos jóvenes. Karol Wojtyla, conmovido, afirmó: «Les he buscado. Ahora ustedes han venido a verme. Y les doy las gracias».
«El Papa probablemente se acordaba de los jóvenes a los que ha encontrado en todo el mundo a lo largo de su pontificado», explicó Navarro-Valls. Falleció al concluir la misa celebrada en polaco en su habitación, presidida por monseñor Dziwisz, con la participación del cardenal Marian Jaworski, arzobispo latino de Lvov (Ucrania), amigo de juventud, el arzobispo Stanislaw Rylko, Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, a quien siempre ha considerado como uno de sus alumnos más aventajados; y su otro secretario personal, monseñor Mieczyslaw Mokrzycki. Durante la Eucaristía se le administró el Santo Viático y, una vez más, el sacramento de la Unción de los Enfermos.
Era la misa de la fiesta del Domingo de la Divina Misericordia, instituida por él mismo para este día hace cinco años, al canonizar a la joven religiosa y mística polaca santa Faustina Kowalska (1905-1938), mensajera del amor de Dios, cuyas revelaciones conoció cuando era un joven estudiante obrero en una fábrica química, en plena ocupación nazi de Polonia. Aquellas revelaciones cambiarían su vida.
Totus tuus
Era, cuando murió, un primer sábado de mes, día que el mensaje dejado por la Virgen en Fátima pedía consagrar al Corazón Inmaculado de María. Y Karol Wojtyla consagró todo su pontificado a la Madre de Jesús con el lema Totus tuus (Todo tuyo).
El sacerdote polaco, Jarek Cielecki, director del servicio televisivo Vatican Service News, asegura que, al morir, el Papa miraba a la ventana desde la que procedían las oraciones de los fieles. Sus labios habrían logrado pronunciar, por última vez, la palabra Amén, al final de esa Eucaristía.
La constatación oficial de la muerte, prevista por la normativa que Juan Pablo II había instituido con la Constitución Apostólica Universi Dominici gregis de 1996, tuvo lugar al día siguiente, a las 9.30 horas.
El cardenal riojano Eduardo Martínez Somalo, cardenal Camarlengo, se dirigió, acompañado por otros arzobispos y por el doctor Renato Buzzonetti, médico personal del Papa, al apartamento del difunto Pontífice, para proceder a la constatación de la muerte. El Canciller Secretario de la Cámara Apostólica, el abogado Enrico Serafín, redactó, a continuación, el acta de defunción, con el certificado médico anexo del doctor Buzzonetti, cuyo texto ofrecemos en estas mismas páginas.
Las sorpresas del cariño
Roma vivía la primera de las nueve jornadas de exequias previstas tras la muerte del Papa por el ritual. Exequias que están caracterizándose por manifestaciones de cariño capaces de sorprender a todos los observadores, y que tendrán su momento culminante con el funeral. La primera sorpresa llegó con la primera misa en sufragio de su alma, presidida por el cardenal Sodano en la plaza de San Pedro.
La columnata de Bernini no fue suficientemente grande para abrazar a las 130.000 personas congregadas, muchas de las cuales tuvieron que contentarse con seguir la Eucaristía desde lejos, a través de grandes pantallas. El cardenal Sodano, compañero de fatigas, dejó a un lado los papeles para tranquilizar a los presentes, informando que en su lecho de muerte el Papa vivió sus últimas horas en «una actitud de profunda serenidad».
Cuando las pantallas proyectaban la imagen del Pontífice, a los presentes se les escapaban aplausos y muchas lágrimas; sin embargo, el clima era de profundo recogimiento y conmoción, con la participación de personas de los cinco continentes, aunque la mayoría de los presentes eran habitantes de Roma, pues quienes quieren participar a sus funerales todavía no habían tenido tiempo para llegar a la ciudad eterna.
«Durante más de 26 años», Juan Pablo II «ha llevado a todas las plazas del mundo el Evangelio de la esperanza cristiana, enseñando a todos que nuestra muerte no es más que un paso hacia la patria del cielo», comenzó diciendo en la homilía el cardenal Sodano, lanzando un llamamiento a la esperanza cristiana. «Juan Pablo II, o más bien, Juan Pablo II el Grande se convierte así en el heraldo de la civilización del amor. Concibiendo este término como una de las definiciones más bellas de la civilización cristiana», reconoció el cardenal Sodano. «Sí, la civilización cristiana es civilización del amor, diferenciándose radicalmente de esas civilizaciones del odio que fueron propuestas por el nazismo y el comunismo», concluyó.
El cardenal italiano constató que, «en la vigilia del Domingo de la Divina Misericordia pasó el Ángel del Señor por el Palacio Apostólico Vaticano y le dijo a su siervo bueno y fiel: Entra en el gozo de tu Señor. Que desde el cielo vele siempre por nosotros y nos ayude a cruzar el umbral de la esperanza del que tanto nos había hablado». Y añadió: «Que este mensaje suyo permanezca siempre grabado en el corazón de los hombres de hoy. A todos, Juan Pablo II les repite una vez más las palabras de Cristo: El Hijo del Hombre no ha venido para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él».
«Juan Pablo II -subrayó el cardenal Sodano- difundió en el mundo este Evangelio de salvación, invitando a toda la Iglesia a agacharse ante el hombre de hoy para abrazarle y levantarle con amor redentor. ¡Recojamos el mensaje de quien nos ha dejado, y fructifiquémoslo para la salvación del mundo!».
«A nuestro inolvidable padre, nosotros le decimos con las palabras de la Liturgia: ¡Que los ángeles te lleven al Paraíso!», concluyó la homilía.
Un rostro sereno y sufriente
Poco después, tenía lugar el momento más intenso de ese domingo, cuando el Centro Televisivo Vaticano (CTV) transmitió las imágenes de los restos mortales del Santo Padre, expuestos a la veneración de miembros de la Curia Romana, de las autoridades y del cuerpo diplomático.
La Santa Sede, que en estos días está dando pruebas de gran transparencia informativa, permitió también que un grupo de periodistas pudiera convertirse en testigo directo e inmediato para que refirieran los detalles que las imágenes televisivas no logran reflejar: un rostro sereno, con evidentes huellas de una dolorosa agonía. El corresponsal en Roma de la Agencia de noticias Reuters, Phil Pullela, subrayaba que «era el rostro de alguien que ha sufrido muchísimo». John Thavis, del Catholic News Service (CNS), subrayaba más bien que «el rostro del Papa estaba sereno». Sin quererlo, quizá, estos veteranos periodistas resumieron lo que debieron ser los últimos momentos: un doloroso vía crucis vivido en la serenidad de quien cumplía la voluntad del Padre.
Sorpresa póstuma
El Papa de las sorpresas se había guardado una para el día de su primera misa de sufragio. El arzobispo Leonardo Sandri, Sustituto de la Secretaría de Estado, su voz en los últimos meses de enfermedad, en particular tras la operación de traqueotomía, leyó un mensaje -que ofrecemos en estas páginas- que el obispo de Roma había pedido expresamente leer en este Domingo de la Divina Misericordia.
El mensaje que Juan Pablo II había preparado para que fuera leído con motivo de la oración mariana del Regina caeli, en este Domingo de la Divina Misericordia, fue pronunciado «con mucho honor y mucha nostalgia», y «por explícita indicación» del Santo Padre, por el arzobispo Leonardo Sandri, Sustituto de la Secretaría de Estado, tras la celebración eucarística en sufragio por Juan Pablo II, presidida por el cardenal Angelo Sodano:
«Resuena también hoy el gozoso Aleluya de Pascua. La página del Evangelio de hoy de Juan subraya que el Resucitado, la noche de ese día, se apareció a los apóstoles y les mostró las manos y el costado, es decir, los signos de la dolorosa Pasión impresos de manera indeleble en su cuerpo también después de la Resurrección. Aquellas llagas gloriosas, que ocho días después hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la misericordia de Dios que tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único.
Este misterio de amor está en el corazón de la liturgia de hoy, domingo in Albis, dedicado al culto de la Divina Misericordia. A la Humanidad, que en ocasiones parece como perdida y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y vuelve a abrir el espíritu a la esperanza. El amor convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la divina Misericordia!
Señor, que con la muerte y la resurrección revelas el amor del Padre, nosotros creemos en Ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en Ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero.
La solemnidad litúrgica de la Anunciación, que celebraremos mañana, nos lleva a contemplar con los ojos de María el inmenso misterio de este amor misericordioso que surge del Corazón de Cristo. Con su ayuda, podemos comprender el auténtico sentido de la alegría pascual, que se funda en esta certeza: Aquel a quien la Virgen llevó en su seno, que sufrió y murió por nosotros, ha resucitado verdaderamente. ¡Aleluya!».
El arzobispo Angelo Comastri, profundo amigo de Juan Pablo II, recibió el viernes, víspera de la muerte del Papa, una llamada inesperada del arzobispo Stanislaw Dziwisz, secretario del Pontífice, quien le invitaba a subir a la habitación pontificia para recibir su última bendición.
«Me precipité, como es normal, en el apartamento del Santo Padre, donde el Papa estaba viviendo su sufrimiento, su pasión y, diría, su batalla hasta el final», revela el prelado que predicó Ejercicios espirituales a Juan Pablo II y a la Curia Romana hace tres años. «Cuando me encontré ante el Pontífice -revela-, experimenté una emoción indescriptible, y en ese momento me vinieron a la mente las imágenes que transmitió la televisión, la noche del Viernes Santo, cuando enfocó de espaldas al Papa, con el crucifijo ante él. Al verle en el lecho del sufrimiento, le dije: Eres verdaderamente el Vicario de Cristo hasta el final, en la pasión que estás viviendo con una edificación que conmueve al mundo».
«El Papa, con el dolor, ha escrito la encíclica más bella de su vida, fiel a Jesús hasta el final -aclara-. Me arrodillé. Le pedí la bendición y el Papa movió ligeramente la mano. Me di cuenta de que quería bendecirme, pero volvió a caer. Entonces apoyé mi cabeza en la mano del Pontífice, lloré y me quedé unos instantes en silencio».
«Luego salí de la habitación del Papa, llevándome ese momento, que considero como su testamento personal para mí, su última bendición», concluye el relato del prelado, hijo espiritual de la Madre Teresa de Calcuta.
Reproducimos el texto íntegro del certificado médico de la muerte del Papa:
«Certifico que Su Santidad Juan Pablo II (Karol Wojtyla), nacido en Wadowice (Cracovia, Polonia) el 18 de mayo de 1920, residente en la Ciudad del Vaticano, ciudadano vaticano, ha fallecido a las 21,37 horas del día 2 de abril de 2005 en su apartamento del Palacio Apostólico Vaticano (Ciudad del Vaticano) por lo siguiente:
–Choque séptico
–Colapso cardiovascular irreversible, en una persona que padecía enfermedad de Parkinson, pasados episodios de insuficiencia respiratoria aguda y posterior traqueotomía, hipertrofia prostática benigna complicada por urosepsis (infección bacteriana de la sangre) y cardiopatía hipertensa e isquémica.
La verificación de la muerte fue realizada mediante una electrocardiotanatografía que duró veinte minutos.
Declaro que las causas de la muerte, según mis conocimientos y conciencia, son las que he indicado.
El director de la Dirección de Sanidad e Higiene del Estado de la Ciudad del Vaticano, doctor Renato Buzzonetti».