La cuestión del aborto no es un mero asunto jurídico como pretenden hacernos creer. Estamos ante una cuestión antropológica y profundamente contraria al feminismo, entendido este como un movimiento de defensa de la mujer. Aceptar el aborto, sea cual sea el tiempo de gestación, la situación de la madre y la salud del feto, es aceptar un daño irreversible en quien lo experimenta, una fractura ineludible en el corazón de la feminidad, que no deja nunca a ninguna mujer que lo ha sufrido indiferente, como han expresado científicos de diferentes tendencias e ideologías.
Las consecuencias del aborto no son nunca psicológicamente neutras, genera una sensación de culpabilidad inconsciente que es una auténtica bomba psíquica de efecto retardado. Al respecto, afirma el doctor Aldo Naouri: «Puedo dar fe de que no he encontrado jamás a una mujer que haya pasado por un aborto, sean cuales sean las circunstancias o su justificación, que no guarde una huella profunda e indeleble». El aborto nada tiene que ver con la salud reproductiva, sino con la psicológica, que queda afectada de por vida.
Nadie nos avisó de que la liberación femenina implicaría nuestra propia destrucción. Pero el feminismo nunca se ha encargado de la maternidad. La tiranía de la procreación, tan propugnada desde los 70, nos ha hecho creer que los hijos son un fardo, una carga, una enfermedad, un obstáculo a nuestra realización personal, un problema que debemos solucionar. Y debemos hacerlo solas. La soledad es el peor enemigo de la maternidad. No es casualidad que el lema de RedMadre sea: Nunca estarás sola. Como tampoco lo es que ocho de cada diez mujeres que acuden a esta institución no acaben abortando, porque allí encuentran reconocimiento, compañía, valoración, comprensión y sobre todo dignidad.
Lo más obsceno es que se haga creer a las mujeres que son sometidas a la tortura física y psíquica del aborto que han sido objeto de algún tipo de privilegio. Que la mujer se vea abocada al aborto por múltiples circunstancias —presión social, permisividad legal, miedo, maltrato, falta de recursos económicos…— es sin duda un fracaso del feminismo y de la igualdad. No hay igualdad para las mujeres que van a ser madres, cuyo valor social parece ser menor al de aquellas que optan por renunciar a la maternidad como si de algo intrínsecamente progresista se tratase. Ofrecer, instar, presionar a la mujer para traer muerte al mundo, cuando aquella por naturaleza está orientada de manera especial hacia la vida, es violencia, física y psíquica, contra la mujer.
Las mujeres nos hacemos, pero también nacemos. Estamos hechas de cultura, pero mal que le pese a los admiradores de Beauvoir, también estamos hechas de naturaleza. Y esta nos ha diseñado para traer vida al mundo, lo realicemos en acto o no, lo materialicemos o no, tenemos una huella psicológica materna imborrable; esa potencialidad está implícita en cada una de las células de nuestro cuerpo. Y es un poder magnífico, la capacidad de transformar la tierra. Como afirma Recalcati, «el milagro de la generación de una nueva vida es la transformación sin retorno de la faz del mundo». Cada vez que nace un nuevo ser, el mundo no vuelve a ser el mismo, progresa, avanza, se renueva, tenemos la oportunidad de comenzar de cero y hacer de este un lugar mejor.
Pero, además, favorecer el aborto es torpe desde el punto un punto de vista práctico, estratégico o incluso de ingeniería social, en un momento en el que España se muere de vieja sin un relevo generacional. Necesitamos niños. Pero la sociedad también necesita madres, porque la mujer que ha experimentado la maternidad también experimenta un cambio en su neuroquímica cerebral que le aporta una serie de habilidades imprescindibles y muy valiosas en el ámbito laboral, profesional y social: capacidad de simultanear tareas y pensamientos, discernimiento entre lo importante y lo urgente, paciencia casi ilimitada, empatía, comunicación, comprensión, resolución de conflictos pacíficamente, creatividad frente a situaciones inesperadas: humanidad. La mujer que ha sido madre se libera de todo atisbo de mediocridad y se torna excepcional.
Hemos perdido la capacidad de amar, hemos perdido la belleza. Como decía Rilke, «la belleza de la doncella es la maternidad que se presiente y prepara». Y hemos perdido la trascendencia, nos atamos a lo temporal, a lo meramente inmanente, sin percibir que la maternidad es la donación del cuerpo por amor para que sea habitado por una alteridad que nos trasciende. Eso son los hijos: el cimiento carnal de la trascendencia. Nos hacen partícipes de una genealogía, responsables del futuro, eslabones de una cadena generacional que une a nuestros ancestros con nuestros descendientes, que nos insertan en la historia y en el tiempo de la familia humana. La maternidad nos libera del individualismo autorreferencial y destructivo. Ser madre es mucho más que la intensa y vivida experiencia de dar a luz y criar a un hijo: es la clave para la toma de conciencia existencial de quienes somos.
No existe un derecho al aborto. Existe un derecho a la vida (art. 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos), teniendo en cuenta que, como afirma Hannah Arendt, «la dignidad es el derecho a la vida, otorgado por la sociedad». Tenemos una sociedad enferma, que no otorga esa dignidad al discapacitado, al anciano, al no nacido, ni a la mujer embarazada. Pero una sociedad que además es reacia al afecto materno y al autosacrificio por los descendientes es una sociedad disfuncional y, como afirma Roger Scruton, está llamada a desaparecer.