Primer día del nuevo curso. Mucha ilusión, pero también mucha ansiedad y algo de miedo. Pierdo el autobús. «Acaba de pasar, pero en seguida viene uno», me dice una señora sentada en la marquesina. Tiene el pelo blanco, una camisa azul y un bastón de marcha nórdica. No diré su nombre, sencillamente porque no me lo dijo. «Lo sé porque todos los días viene sobre esta hora y siempre me da tiempo para llegar a Misa», añade. Va camino de la plaza de Jacinto Benavente, a visitar a san Judas Tadeo. Lo hace todos los miércoles. Los viernes cambia y visita a Jesús de Medinaceli. Va a rezar por la paz en el mundo y por la familia. «Yo ya no necesito nada», me dice.
Saca una foto. «Es mi hija, Montserrat. ¿A qué es guapa? Es de antes de la enfermedad. Ahora tiene 52 años y sufre ELA». No sé qué decir. «Está en el Gregorio Marañón con los mejores médicos, ha perdido el habla y casi no puede mover la mano. Voy a rezarle al santo para que por lo menos me la deje tal y como está por muchos años». Sigo sin decir nada. No puedo.
Llega el autobús y ella sube primero. Le cuesta andar. Le dejan el primer asiento. El autobús comienza la marcha y no puedo dejar de mirarla. Detrás de ella una joven llena de tatuajes, con pinta de haber pasado mala noche. También hay un señor mayor, jubilado. De pie hay una madre que lleva a su niño en el carrito. Se la ve preocupada. El niño tiene la cara roja. Quizá una alergia o una reacción.
En la línea 32 cada uno lleva su procesión por dentro. Todos estamos en silencio. Cada uno con sus ilusiones y sus duelos. Hay más vida en un autobús de línea que en miles de mensajes de redes sociales. Aquí no hay exabruptos ni debates estériles. La línea 32 es, sencillamente, la vida. Cada uno lleva su ritmo. Algunos suben, otros bajan. Unos sonríen, otros te empujan. Nadie habla. La Verdad se esconde bajo cada una de estas historias.
Vuelvo a mirar a la señora. Atravesamos Atocha y nos vamos acercando al destino. A lo lejos se ve la gran cola de gente esperando para pasar a pedirle a san Judas Tadeo. Me acerco sigilosamente. «Va a llegar a tiempo, sí», le digo. «Además el cura siempre se retrasa un poco», responde. Me armo de valor: «¿Montse?». «Montserrat», me contesta. «Rezaré por ella», es lo único que alcanzo a decir. Sonríe y me da las gracias.