Edmond y la samaritana
Rostand pone en boca de Jesús que los ojos más bellos son los que están llenos de lágrimas. En el pozo de Sicar, no hace ningún milagro físico. Pero es Dios, un Dios paciente que muestra caridad frente a una samaritana que mira con recelo a un judío cansado y solitario junto a un pozo
Uno de los mayores éxitos de la cartelera teatral parisina es Edmond de Alexis Michalik, un homenaje al poeta y dramaturgo Edmond Rostand (1868-1918), el autor de Cyrano de Bergerac, la comedia heroica en versos alejandrinos que se ha paseado durante más de un siglo por los escenarios del mundo. El ingenioso espadachín de nariz deforme, el enamorado secreto de Roxana, no deja de ser en esta obra un alter ego de Rostand, un hombre complejo, romántico y apasionado que alcanzó en una sola noche, la del estreno del Cyrano, «el beso de la gloria», en expresión de unos versos del último acto.
Pese al gran sentido del humor y la imaginación de Alexis Michalik, coronados por dos premios Molière, se echa de menos un detalle en esta pequeña biografía de Rostand: el escritor marsellés no alcanzó de la nada su éxito del 27 de diciembre de 1897. Previamente un Miércoles Santo de aquel mismo año, un 14 de abril, y en el teatro de la Renaissance, a escasa distancia del escenario donde vio la luz su magistral personaje, se había estrenado La samaritana, que Rostand subtituló como Evangelio en tres cuadros. El personaje evangélico fue interpretado por Sarah Bernhardt, que alcanzó uno de sus mayores triunfos en la escena. Por tanto, Edmond Rostand no era un completo desconocido como parece indicar Michalik. Por el contrario, el escritor comentó a uno de sus amigos que prefería el segundo cuadro de La samaritana a todo Cyrano.
Según un especialista, La samaritana no se ha representado en Francia desde 1914. Quizás esto se deba, además de que Cyrano haya eclipsado al resto de su producción, a que Rostand no era católico practicante ni parecía tener demasiada simpatía por las gentes de Iglesia. Con todo, resulta sorprendente que el 1 de diciembre de 1918 Edmond Rostand, que agonizaba víctima de una epidemia de gripe, hiciera llamar a un sacerdote, Arthur Mugnier, bien conocido en salones intelectuales de París. Lo relata en su diario el eclesiástico, que le dio la absolución antes de perder el conocimiento, y le pidió que esbozara con sus dedos la señal de la cruz. Poco después, la condesa Anne de Noailles haría a Mugnier la confidencia de que Rostand bien podía haber acabado como Víctor Hugo, sin sacerdote en su última hora, pero no fue así dada la amistad que le unía a Arthur Mugnier.
Esta historia me ha llevado a leer La samaritana en busca del Jesús de Rostand. Temí encontrarme una mera fantasía orientalista a la mayor gloria de Sarah Bernhardt, o en el mejor de los casos al Cristo de la Vida de Jesús de Ernest Renan, que quiso arrancar de las Escrituras toda referencia sobrenatural. Su Jesús es el supremo benefactor de la humanidad, tan profundamente humano que no es necesario adorarle. Un Jesús siempre sonriente que se hace querer. Este último enfoque tiene un cierto fundamento: el Rostand no creyente confesó haber leído a Renan. Sin embargo, para retratar a un Jesús humanista, el escritor no debería de haberse inspirado en el Evangelio de san Juan, el libro en el que la carne y el espíritu forman un todo indisoluble. Lo hizo y por eso, el Jesús de La samaritana es divino, y no un maestro de moralidad.
En efecto, las enseñanzas de Jesús en la obra no son simple moralismo. Es divino el Maestro que relata a sus discípulos la parábola del buen samaritano, les recuerda que tienen que ser perfectos como su Padre celestial es perfecto y que no pueden arrancar la cizaña con el trigo. Solo puede ser Dios quien dice que hay sacrificar la vida por amor, y que un día demostrará a todos cómo se ama. También pertenece a un Maestro divino el mensaje que la samaritana anuncia a la gente de su pueblo en el segundo cuadro de la obra: el Mesías que ha encontrado junto al pozo no es un vencedor que ha venido en toda su gloria. Es un pobre que pasa y pide de beber, que ama a los que nadie ama, a las pobres gentes, a los humildes, a los maltratados… Rostand pone en boca de Jesús que los ojos más bellos son los que están llenos de lágrimas.
Laid Edmond Rostand presenta a la samaritana en el pozo cantando versos del Cantar de los Cantares, como si no tuviera a nadie a su alrededor. Pero aquel judío desconocido, invisible para ella, le pide de beber. Tardará en darse cuenta de que tiene sed de su salvación, de la salvación de una mujer que ha conocido muchas fuentes secas y tiene ahora el alma seca. En el pozo de Sicar Jesús no hace ningún milagro físico, pero es Dios, un Dios paciente que muestra caridad frente a una samaritana que mira con recelo a un judío cansado y solitario junto a un pozo.
Don Primo Mazzolari, denominado el párroco de Italia por el Papa Francisco, resaltó en un libro, dedicado a la samaritana, que uno de los argumentos empleados por Jesús para desplegar su caridad es el de nuestra ignorancia. Desde esta perspectiva de caridad, se entiende que la samaritana responde a Cristo de modo displicente porque no conoce el don de Dios, y que tampoco saben lo que hacen los que le crucifican.