La soledad es quizá hoy la mayor epidemia que afrontan las sociedades más avanzadas del planeta, a modo de señal de alarma de que, en su camino hacia el progreso material, han descuidado dimensiones esenciales para el ser humano. También la Iglesia se ve confrontada con serios interrogantes: ¿son nuestras comunidades entornos hospitalarios y acogedores, o más bien fríos dispensarios de sacramentos? ¿Proyectan las parroquias hacia el exterior un estilo fraterno de relaciones humanas, o se conforman con cubrir algunas necesidades sociales desde el asistencialismo? Pero no basta con acoger; para combatir la soledad hay que salir a buscar a los ancianos solos, a los enfermos, a los migrantes, a los que están tristes… Esta es una prioridad para cada vez más grupos de Cáritas y otras iniciativas de voluntariado. Algunas parroquias incluso han empezado afrontar el reto como una misión colectiva, involucrando a toda la feligresía, llamada a ser comunidad fraterna y acogedora. Se trata de una intuición luminosa, ya que el modo de afrontar la pandemia de la soledad define hoy, de algún modo, el tipo de Iglesia que somos.