Dos lugares de la misericordia
A la entrada de la madrileña iglesia del Sacramento, actual catedral de las Fuerzas Armadas, el visitante puede encontrar dos confesonarios en los que se sentaron dos santos españoles, san José María Rubio y san Pedro Poveda. En los inicios del siglo XX, cuando pasaron por allí los dos sacerdotes, el templo formaba parte del convento de las Bernardas, mandado construir por el duque de Uceda, valido de Felipe III. Entonces, como hoy, un gran retablo se situaba en el altar mayor, con una pintura, obra de Gregorio Ferro, que representa a san Benito y a san Bernardo en adoración a la Eucaristía. Una lograda presentación de la espiritualidad cisterciense que tanto José María Rubio como Pedro Poveda tendrían largo tiempo para contemplar, pues ambos pasaron muchos momentos de oración ante el sagrario en aquella iglesia.
Entre 1893 y 1906 el padre Rubio, que aun no era jesuita, fue capellán del convento de las Bernardas. Se levantaba habitualmente a las cinco de la mañana y a aquella hora daba la comunión a una monja enferma. Luego se subía a su casa, situada en la calle Mayor, para acudir más tarde a celebrar la Misa y permanecer luego en el confesonario hasta las nueve o diez de la mañana. De allí tenía que arrancarle, muy a menudo, su protector, el canónigo don Joaquín Torres, para que fuera a desayunar.
Las horas de confesonario de José María Rubio solo se explican por la cercana presencia del sagrario. Esta cercanía es el fuego espiritual que alimenta la misericordia hacia los que se acercan al sacramento del perdón, pues es la misma misericordia del Maestro, del que leemos en el Evangelio: «Me da lástima esa gente» (Mc 8,2). Un amigo me confiaba hace poco el consejo que le dio un experimentado sacerdote, con sesenta años de ministerio, el de ser un padre universal. Al principio, le pareció excesivo, pero luego cayó en la cuenta que termina por llegarse a esa situación cuando se alcanza el don de ver a Cristo en los más necesitados. El «Jesús no se cansa de esperarte», tantas veces repetido por el padre Rubio adquiere un doble significado, pues quien le hace compañía ante el sagrario, se ve movido en su interior a salir al encuentro de sus hermanos los hombres, en los que tendrá que saber descubrir los rasgos del rostro de Cristo. No obstante, a veces sucede que ese rostro queda cegado a nuestros ojos y nos desilusionamos si encontramos miradas hoscas o desconfiadas. Habría que sospechar si en la vida todo fueran caracteres dulzones. También eso le sucedió a José María Rubio, tímido de carácter, aunque a la vez alegre y sonriente. Aquel apóstol de la misericordia nos ha dejado este consejo: «Se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre». Pero para un cristiano, esto no surge por sí solo, ni es una mera táctica. ¿No cita san Pablo entre los frutos del Espíritu el amor, la paciencia y la benignidad (Gal 5, 22)?
«Por grande que sea vuestro pecado…»
El segundo confesonario de la iglesia es el de san Pedro Poveda. El fundador de las teresianas llegó a Madrid en 1921 y residió durante dos años en el número 10 de la calle del Sacramento, una calle recoleta, no lejos del Palacio Real, de donde llegó a ser capellán.
El padre Poveda desbordaba humildad, caridad y afabilidad de trato, además de un fino sentido del humor, aunque a la vez era hombre contemplativo, de profunda vida interior. En el confesonario aguardaba paciente a quienes querían acercarse a Dios. Allí administraba el sacramento de la misericordia, al que consideraría como la Eucaristía, un cauce privilegiado del amor de Dios al hombre. Era ocasión no solo de consolar sino también de ser experiencia viva de que el Padre aguarda siempre con los brazos abiertos al hijo que un día abandonó el hogar con esa falsa creencia en el poder absoluto del individuo soberano. La reacción habitual del hijo derrotado por la vida sería la desesperación. Sin embargo, san Pedro Poveda repetiría en muchas ocasiones: «Por grande que sea vuestro pecado, acudid siempre a la misericordia de Dios».
Pero es verdad que puede costar un gran esfuerzo pasar por ese singular tribunal de la misericordia, en el que no se castiga al culpable sino que se le perdona. Los santos, y entre ellos el padre Poveda, han confiado en estos casos en una intercesión omnipotente, la de María.
Y no pueden faltar en la iglesia del Sacramento las representaciones de la Señora. Unas veces es una Sagrada Familia, otras, una Piedad o una Virgen del Carmen. Me fijaré, sin embargo, en el retablo de la Virgen del Patrocinio, una escultura de vestir del siglo XVIII. Un ejemplo, entre innumerables devociones, de confianza de los cristianos en su Madre. Sólida devoción mariana también, la de Pedro Poveda, presentado, de niño recién nacido, por su tía abuela ante una imagen de la Inmaculada, que le acompañaría a su casa de la calle del Sacramento.
Hijo de padres agricultores, nació Dalías (Almería) el 22 de julio de 1864, pero se ordenó en Madrid, donde se caracterizó por su trabajo en los suburbios y por las largas colas que se formaban en su confesionario. Tras su muerte, el 2 de mayo de 1929, el arzobispo Eijo y Garay le definió como «apóstol de Madrid» y modelo para el clero.
El fundador de la Institución Teresiana nació en Linares (Jaén) el 3 de diciembre de 1874. Gran impulsor del apostolado seglar y de la educación de la mujer, la Unesco ha reconocido su labor como humanista y pedagogo. En 1921 se trasladó a Madrid al ser nombrado capellán de la Casa Real. Fue asesinado por odio a la fe el 28 de julio de 1936.