¿Dónde están los profetas?
4º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 4, 21-30
La liturgia nos presenta en dos domingos seguidos el suceso en la sinagoga de Nazaret. El domingo pasado interrumpimos la narración de Lucas justo en el momento en el que Jesús, después de haber proclamado la lectura del profeta Isaías, afirma su cumplimiento hoy. Este domingo leemos la segunda parte del relato, que muestra la reacción de sus paisanos presentes en la oración sinagogal.
La maravilla inicial de la gente se transforma en desprecio, hasta el punto de expulsar a Jesús de la ciudad e intentar arrojarlo desde un precipicio. ¿Por qué esta actitud tan diversa y contrapuesta? ¿Qué les hace pasar de la admiración al rechazo? En Lucas esta reacción tan opuesta nace de la escucha de la palabra de Jesús. Hay un aspecto de esta palabra que fascina y que estamos dispuestos a acoger, pero también hay otro lado más duro de aceptar porque exige una conversión del corazón.
Así, el Evangelio nos presenta cómo los habitantes de Nazaret rechazan a Jesús, y lo expulsan cuando Él dice: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír». Mientras sus conciudadanos están recibiendo la profecía de Isaías no protestan, porque se trata de una palabra alejada en el tiempo. Es decir, cuando la Palabra de Dios se recibe como algo del pasado, que solo concierne para inspirar ciertos sentimientos, no es problemática. Sin embargo, cuando la Palabra de Dios viene y es leída en nuestro hoy, en nuestra hora, en nuestra circunstancia, afectándonos a todo el ser, interpelándonos, provocándonos, entonces la Palabra de Dios adquiere otra dimensión.
Jesús cita dos refranes: en primer lugar «médico, cúrate a ti mismo», y después «ningún profeta es bien recibido en su tierra». Se trata de dos apelativos referidos a Él: «médico» y «profeta». El primero expresa el punto de vista de la gente de Nazaret y la idea que se han formado de Jesús. El segundo indica sobre todo cómo Jesús interpreta su propia misión y desea cumplirla. Para sus paisanos Él es el médico que debe curar sus enfermedades y colmar sus necesidades. Sin embargo, Jesús se presenta como un profeta, un hombre que realiza signos y curaciones, pero no solo para apagar una necesidad, sino para revelar que la promesa de Dios, escondida en la Palabra, ha comenzado a realizarse en la historia.
Pero el profeta estorba. Y Jesús, el Hijo de Dios, tiene una dimensión profética muy superior, mucho más fuerte e incisiva, mucho más honda que todos los profetas juntos. Y por eso es rechazado. Por tanto, el Evangelio de este domingo nos habla de un amor que afronta el rechazo.
Todos los cristianos somos profetas por el Bautismo. Hemos sido elegidos y consagrados para ser profetas. Algunos piensan que ser profeta es ser adivino, es decir, pronosticar el futuro. No es verdad. Ciertamente, el profeta anuncia a veces castigos o liberaciones en el futuro, pero no como adivinación, sino como interpretación de la Palabra de Dios, que ilumina el presente en el cual ya está abierto ese camino que se va a realizar mañana. El profeta es sobre todo un intérprete de la voluntad de Dios hoy. Está presente en su presente, en el momento que le toca vivir. Es una persona verdaderamente histórica, con la capacidad de leer ese presente hasta llegar a la hondura donde Dios se revela aquí y ahora.
Por tanto, el profeta no adivina el futuro, no lee la Palabra de Dios en el pasado y la traslada al presente, sino que, iluminado por la Palabra de Dios, hablando con el Señor en la oración, vive el presente con toda la hondura que Dios le concede, a la luz divina, desde el amor de Dios. Y entonces capta las deficiencias y los peligros del futuro, y las promesas ocultas, sin agresión ni espíritu destructivo, aunque con gran valor. De este modo, el profeta en primer lugar escucha, ora, medita; después habla con caridad, pero con claridad, y en tercer lugar es rechazado e incluso perseguido.
¿Dónde están los profetas que mantengan viva la esperanza del mundo? Necesitamos profetas en nuestra Iglesia, que sean avisadores, para que los hermanos se den cuenta del momento que viven, de los signos de Dios, de las promesas soterradas, y de los peligros y amenazas si no cumplen la voluntad de Dios. Todo cristiano (el sacerdote, el religioso y el laico; hombre y mujer; joven y adulto) es profeta, cada uno en la medida que Dios le da, y en el estilo, modo y circunstancia en que el Señor le ha puesto en la vida.
El alimento y la fuerza del profeta es la oración, que es una conversación permanente con el Señor, en escucha radical a su Palabra. El profeta no reza para cumplir una obligación, sino para saber qué quiere Dios en esa circunstancia concreta, cómo ve Él una situación particular. Y en ese largo diálogo (de años y años) el cristiano, que empieza a mirar y ver como Dios mira y ve, se va haciendo apto para interpretar el momento presente, con valentía, sin estar atado al pasado ni ser preso de un sueño utópico de futuro que impida vivir con realismo y amor la situación actual.
Ser profetas, anunciadores del Evangelio, es ser confesores de la fe hasta el final de la vida. Que el Señor nos conceda profetas con Cristo en el corazón, con la Palabra en los labios y con un valor a toda prueba porque están conducidos por el Señor.
En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”; haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Elíseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.