Don Luis de Moya, sacerdote y médico tetrapléjico: «Lo característico del hombre no se pierde con la movilidad»
«Yo no podía, no debía, buscar el mero sentirme cómodo o lo menos contrariado posible entre mis cuatro paredes, como si no pudiera hacer otra cosa, como si ya nadie esperara nada de mí. Si hubiera caído en ese planteamiento, habría condenado mi vida al lamento permanente como telón de fondo. Consentir en esa visión tan negativa de mi situación, supondría –aparte de pactar con una falsedad– autocondenarme al victimismo. Ir por el mundo con complejo de víctima, como dando pena, se me hacía poco gallardo y un tanto falso, porque veía con claridad que, teniendo la cabeza sana, no había razón para no utilizarla con provecho». Si decimos que estas palabras pertenecen al sacerdote don Luis de Moya, puede que se queden como estaban; pero en cambio sí que sabrán de quién hablamos si añadimos que este sacerdote visitó a don Ramón Sampedro, en su casa de Galicia, un año y medio antes de que éste decidiera quitarse la vida con ayuda de otras personas, en 1998.
En la película Mar adentro, aclamada por el público, críticos, periodistas, famosos y políticos (Presidente del Gobierno y ministros incluídos), se puede ver una especie de recreación de aquellos momentos en los que el señor Moya acudió a la casa del señor Sampedro, aunque lo que de verdad sucedió allí nada tiene que ver con las vergonzosas y ridículas escenas de la película, que pretenden ser cómicas, y puede que lo sean para muchos, aunque es difícil reírse con tal carga de veneno por segundo.
Don Luis de Moya, médico y sacerdote, sufrió un terrible accidente de coche en el año 1991. Su vida corrió un grave peligro, y cuando logró estabilizarse supo que tenía una lesión medular que le había provocado la pérdida de sensibilidad y movilidad desde la clavícula hasta los pies, entre otras alteraciones físicas. Hoy, a pesar de sus limitaciones, sigue ocupándose de las capellanías de la Universidad de Navarra.
Menos suicidios encubiertos
En la película, Ramón se negaba a mantener conversación alguna con el jesuita que, tozudo, insistía en hablar con él, después de haber hecho unas declaraciones por televisión, afirmando que lo que podía sucederle a Sampedro era que carecía del apoyo y el cariño de su familia, hecho que hería profundamente a su hermano, a su padre y, especialmente, a su cuñada, que se desvivían en cuidados. Pero, según relata el sacerdote, en declaraciones a la agencia Zenit, la realidad fue muy distinta: «Hacía ya años que nos conocíamos, aunque siempre de modo indirecto, en los medios, por correo, o por alguna conversación telefónica. En todo caso teníamos ambos ya un conocimiento bastante preciso de nuestros respectivos puntos de vista sobre el sentido de la vida en nuestra particular situación. Mi visita pretendía ser, y de hecho lo fue, de absoluta cordialidad. Hablamos por teléfono a primera hora de la mañana, concretando la cita, en un tono más que amable por su parte, y me aventuré a la visita con la duda de si lograría entrar donde él estaba. El caso de Sampedro, que se negaba a utilizar la silla, es verdaderamente insólito, como saben de sobra las personas que tienen alguna relación con el mundo de los lesionados medulares. Especialmente insólito, además, teniendo en cuenta el nivel de la lesión: tenía una interrupción medular a nivel C-7, según él mismo me confirmó de palabra. Baste decir que con esa lesión, de haber querido, podría haber conducido un coche, como hacen otros muchos. Me parece que a Ramón Sampedro no le faltó el apoyo humano. Recibió una atención exquisita de su familia, de modo particular por parte de Manuela, su cuñada. Y así se lo manifesté a ella por carta, admirado del buen aspecto del enfermo después de tantos años de evolución».
En el cine, se oyeron aplausos cuando la pantalla se volvía negra anunciando el final. La mujer que amaba a Sampedro en la película había ayudado a morir a su amor, porque, según él, «la persona que verdaderamente le amase sería quien le ayudase a acabar con su vida», una vida que para él era una pesadilla, condenado a la cárcel de su cama y obligado a volar en sueños para escapar de su cuerpo inmovilizado. «Nunca como hoy se habló tanto de amor, y no sé si en otros tiempos se pudo ignorar más su genuino sentido», afirmaría don Luis de Moya. «Y no me preocupan los 35.000 parapléjicos, tetrapléjicos y lesionados medulares que viven en España -explica el sacerdote-. Ellos tienen muy madurada su convicción acerca de la vida y de su sentido: la influencia de la película en ellos será nula. Me preocupa más bien la influencia en la sociedad en general: la gran mayoría de ciudadanos que, ajenos en principio al trance y al dolor de una vida terminal, imbuidos por la falsedad que empapa toda la historia que nos cuenta Amenábar, concluyan que la eutanasia es lo más razonable para casos como el de Sampedro».
Ramón Sampedro se suicidó con ayuda de otras personas. Para él, su vida no tenía sentido, pues, le importaba más lo que había perdido con su accidente que lo que podía hacer con su vida a partir de ese momento. Su historia ha sido dada a conocer, y una gran parte de los españoles ha acudido a los cines para verla. Sin embargo, desde su silla de ruedas, desde su cama o su lugar de trabajo, miles de discapacitados piden menos eutanasias y suicidios encubiertos, y más ayudas del Estado, porque «lo que nos caracteriza como hombres no se pierde con el movimiento».