No existe el dolor colectivo, por mucho que esto se le parezca. Estos días estoy escribiendo una crónica para la revista Nuestro Tiempo, donde trabajo, sobre la catástrofe que han causado las inundaciones en Valencia, y me enfrento al reto paralizante de contar lo inefable, de darle forma de ficción —planteamiento, nudo, desenlace; protagonistas, antagonistas, matices— a lo que de suyo es inasible: una realidad que grita en cada pecho con acento propio. Hay un atajo que usamos con frecuencia en los medios de comunicación y al que ya me referí en mi último artículo sobre la crisis migratoria en Canarias: las cifras. Parece que la pulcritud de la matemática, tan abstracta, consigue contener la realidad, domesticarla. 217 muertos.
Pero sucede con el dolor que en ocasiones, espoleado con una furia especial, se desborda como los barrancos y las ramblas que han causado todo este desastre, por mucho que nos empeñemos en intentar que avance por un cauce artificial. La UME me ha regalado una metáfora: no se atreven a dar una cifra, ni siquiera estimada, de desaparecidos. ¡Ah! Nietzsche estaría orgulloso, porque el concepto momifica la vida. Si no hay cifra solo queda la historia.
La historia es esta: hoy —escribo estas líneas el lunes, 4 de noviembre— he acompañado a un grupo de once voluntarios de la parroquia de San Pascual Baylón de Valencia a buscar a una persona desaparecida en Cheste la noche del desastre. La esposa de este hombre lleva tres días recorriendo el barranco en busca de su marido. Hemos cubierto diez o doce kilómetros del río. Además del paisaje posapocalíptico —un puente del que cuelga un camión como una piñata, otro derruido sobre el lecho del río, coches enterrados hasta la altura del retrovisor, otros convertidos en amasijos de metal—, me ha impresionado la inmensa soledad del paraje. Además de nosotros doce, no había nadie buscando. Harían falta un centenar de personas para poder llevar a cabo una búsqueda en condiciones. Hoy no hemos tenido éxito; mañana otro grupo rastreará otro trecho.
Tampoco existe la caridad colectiva, a pesar de los miles de valencianos que se han echado a la calle para ayudar a sus vecinos. Los voluntarios han mostrado la única faceta buena de todo esto. En un contexto de fracaso absoluto del Estado, que ha llegado tarde y mal, el pueblo valenciano se ha entregado con fervor ardiente a ayudar a sus hermanos. Desconocidos, sí, pero ya irremisiblemente hermanos. Tampoco esa historia se puede contar con cifras. ¿Han sido 15.000 voluntarios? Sí. Pero, ¿qué importa? La historia de cada uno, su enorme esfuerzo —siempre minúsculo en comparación con todo lo que se ha hecho estos días— es una historia de amor épica.
Los chicos de esta foto acababan de encontrar un balón de plástico en el lecho del río, después de horas de búsqueda. Dale un balón a un hombre y lo harás niño cinco minutos. Están cansados. Agotados. Llevan cinco días acudiendo donde se les necesita, cubiertos de barro. Vacían a pulso un bajo en Paiporta, levantan una barricada en una casa en Picaña, transportan agua y comida a la parroquia de Chiva, buscan a un desaparecido. Desayunan y cenan, pero no está muy claro que coman. Se duchan y vuelven. Las víctimas y los voluntarios son la historia desbordada. No creo que nadie sea capaz de contarla entera.