Dios sigue llamando... pero hay que estar más atento
En torno a la fiesta de san Juan de Ávila, patrono del clero español, la diócesis de Madrid celebra las ordenaciones presbiterales y las bodas de plata y oro sacerdotales
«Dios sigue llamando, pero si tengo los auriculares puestos, el móvil en la mano y además una pantalla delante, ¡cualquiera escucha!». Bernabé Rico sí lo hizo y este sábado, 8 de mayo, será ordenado presbítero en la catedral de la Almudena con otros once diáconos. El joven tiene claro que hoy «la gente necesita entender que la vida cristiana no es una cuestión cultural o de ideas, sino fundamentalmente una relación con una persona que está viva». El sacerdote está para «ayudar a suscitar ese encuentro» con Cristo. «Me veo muy llamado a vivir dando razón de mi fe», explica, y en esto tiene que ver su propia historia, la de un chico que creció en una familia cristiana no practicante y que estudió Políticas y Filosofía en la Complutense. «Estoy muy a gusto con gente no creyente», y además «mi ministerio es secular», lo que significa que «estoy en medio del mundo».
La etapa de pastoral, que está viviendo en la parroquia San Clemente Román de Villaverde, le está confirmando en la «maravilla» de la vocación sacerdotal: «Dios llama, escoge dentro del pueblo de Dios a una persona, a un varón, para servir a ese mismo pueblo», y por tanto «estamos llamados a estar con la gente». Rico reconoce que «lo que más me gustaría es ser el sacerdote que Dios quiere que sea, ahí estará la autenticidad de mi ministerio». A su vez, se fija en aquellos «sacerdotes que tengan bien claro que antes de ser pastores, son también ovejas, y por tanto, que no miren a las ovejas, a los hermanos, por encima del hombro, sino sabiendo que están a su servicio». Esto, que se contrapone con «cierta mentalidad clerical», está en la raíz misma del ministerio, empezando por la etimológica. «Ministro en griego es diácono, que significa siervo», explica.
Cuando sea mayor, este joven desea verse «como un sacerdote más ilusionado, apasionado y feliz que el día de mi ordenación, agradecido a Dios por la historia que habrá hecho conmigo y además como un muy buen amigo, un amigo íntimo del Señor».
«Sacerdote para los demás»
A mitad de camino se encuentra Roberto Rey, párroco de Santa Soledad Torres Acosta y San Pedro Poveda, en Las Tablas. Este 4 de mayo ha cumplido 25 años de sacerdote —se ordenaron diez—, y coincide con Rico en que «hoy hay más ruido, más dispersión, se le escucha menos con todas las tecnologías, internet, las series, el fútbol…». «Hacemos poco silencio, y cuando lo hacemos es para encontrarnos con nosotros mismos y no con Otro, que es el que nos ayuda a dar sentido a nuestra vida».
Perfila a un joven de hoy que «vive más fragmentado», y esto es un cambio de paradigma que también se da «de forma eclesial»: los fieles «se mueven más por carismas que por territorio». «Las vocaciones al sacerdocio surgen donde hay vida, donde se celebra y se comparte la fe, y si las parroquias se quedan simplemente en lo sacramental y no posibilitan esos encuentros personales para compartir vida…». Aunque hace años costaba más, «hoy estamos aprendiendo a integrar movimientos de apostolado seglar y parroquias».
En la vida de Rey fueron determinantes su profesor de Historia en el instituto Ramiro de Maeztu, sacerdote, don Fidel, «que nos proponía a Jesucristo»; un Cursillo de Cristiandad que hizo con 19 años, que supuso un «encuentro personal con Cristo para poner en práctica lo que yo conocía y no hacía», y un encuentro de universitarios con el Papa san Juan Pablo II en Roma en 1988. «Empezó a hablar en español para que yo lo entendiera bien: “Queridos jóvenes, no tengáis miedo de entregar vuestra vida a Cristo porque no estáis solos, contáis con la gracia de Dios”».
Cuando esto pasó, él en realidad ya había tenido la certeza de que Dios lo llamaba al sacerdocio. «No me apetecía nada y procuré durante un tiempo olvidarme, pero ya estaba grabado a fuego». Así que cuando acabó el encuentro con el Papa, se acercó al cura que acompañaba a su grupo y «le dije que quería ser sacerdote y que ya que estábamos en la central, si había que firmar algún papel o rellenar alguna instancia… Mi desconocimiento de esto era absoluto», bromea.
Después de estos 25 años, Rey asegura que «no puedo ser feliz de otra manera que no sea ejerciendo el ministerio sacerdotal», siendo «sacerdote para los demás», viéndolo como «una invitación que me hace el Señor a descansar en Él». Al principio, reconoce, se puede tener la tentación de contar con los méritos propios, «pero rápido te das cuenta de que la gente te quiere porque quiere a Cristo que está en ti, y eso viene bien para situar también la afectividad del sacerdote, que podía no entenderse bien si uno se buscara a sí mismo y personalizara el ejercicio del ministerio creyendo que es a él a quien siguen. No, es a Cristo a quien siguen».
A su vez, fija la mirada en la evangelización. «El reto sigue siendo que descubran a Cristo», y se refiere el párroco de Las Tablas a aquello que ya hace años decía san Pablo VI, «con nuevo lenguaje, con nuevo ardor, con nuevos métodos» y que hoy está «de rabiosa actualidad». A los que se van a ordenar, les anima a no dejar nunca la dirección espiritual. «Los veo muy necesitados de ser acompañados porque se saben ellos mismos muy frágiles, por la vida que han vivido…». También les recomienda que cuiden a sus familias de sangre y a las que van a tener en las parroquias: «Los van a acoger como hijos; que se dejen querer, que se sepan familia con los laicos». Y también se fija en los sacerdotes mayores, a quienes ve «con admiración»: «Si la Iglesia es lo que es, es por ellos; la han traído a este momento, han cuidado de la viña del Señor. Tenemos que aprender de su fidelidad y cuidarlos más, están muy solos».
«Una aventura maravillosa»
«Los sacerdotes no caemos del cielo con sotana», aunque Manuel Martín de Nicolás, párroco de Nuestra Señora de la Visitación (Las Rozas), que este 20 de mayo cumplirá los 50 años de sacerdote, ya le decía a su abuelo desde muy pequeño: «Abuelo, yo quiero ser cura». «Sí, hijo, y yo seré tu sacristán», le bromeaba él, un hombre «extraordinario» que fue perseguido por sus ideas comunistas y que acabó muriendo en el seno de la Iglesia. A los 12 años, el pequeño Manolo ingresó en el seminario menor de Segovia, en el que entraron 75 chavales, pero «solo nos ordenamos sacerdotes cinco de ellos; cuántas gracias le doy a Dios de que me haya ayudado a perseverar».
En 1968 a su padre lo destinaron como maestro a Madrid desde su San Cristóbal de la Vega (Segovia) natal, y Manuel se incorporó al seminario de la capital. Unos años de posconcilio complicados en los que notó además mucho el cambio con respecto al seminario de Segovia. Fue ordenado en la parroquia Santísimo Cristo de la Victoria, en el barrio de Argüelles –«antes nos ordenábamos en las parroquias»–, por el obispo auxiliar Ricardo Blanco, porque «don Casimiro [Morcillo] se estaba muriendo». De su curso de Madrid recibieron el orden 25 jóvenes a lo largo de dos años, «una cosa muy especial».
Reconoce que, en aquella época, «el ambiente facilitaba mucho poder responder a la vocación; que salga una ahora es un milagro, no porque el Señor no llame, que sigue haciéndolo, pero la respuesta no es igual porque hay tantos inconvenientes o aliciente externos y contrarios que para responder a la vocación hace falta fiarse mucho del Señor, mucha fe y mucha confianza en Él…». Y, sin embargo, «no hay cosa más bonita y más gratificante en este mundo que ser sacerdote». Un servicio a la Iglesia y al hermano 24/7 para el que se «necesita constantemente reconfortarse en la oración, en el contacto y amistad con otros sacerdotes, en saber tener descansos y en el cariño a y de los feligreses». «Hay que invitar al sacerdote a comer y a jugar un partido de tenis», propone, y ríe.
«Memoria agradecida»
«Quisiera que estos 50 años fueran de memoria agradecida», indica. La vida del sacerdote es «cruz y resurrección, Tabor y Calvario, soledad y compañía, alegrías y penas, satisfacciones y sufrimientos, contemplación y acción». De ella, una de las «cosas más bonitas es dar a Dios en forma de consuelo, de esperanza y de médico que cura las heridas, especialmente las afectivas, en los matrimonios, en los jóvenes, en los niños que tanto sufren». Precisamente la familia ocupa toda su atención: «El demonio está especialmente empeñado en destruirla, porque así destruye todo: la psicología, los afectos, la economía… Y el amor, que es la esencia del cristianismo». Y como Dios ha ido suscitando nuevos carismas para ayudarla, todos ellos los ha incorporado. «¡Esta parroquia es de Cristo, no de don Manuel!», y por eso, si hay realidades de Iglesia «con nombre y apellido, con una estructura que funciona, pongo eso, porque el día que yo me vaya seguirán». Adoración Nocturna, Renovación Carismática, Cursillos de Cristiandad, Camino Neocatecumenal, Opus Dei, Emaús, Effetá, COF, Proyecto de Amor Conyugal, Familias de Nazaret… «La Iglesia es como un jardín maravilloso en el que hay todo tipo de flores diferentes».
En la vida de este sacerdote hay otros tres que le marcaron: don Alfredo, «el cura de mi pueblo, el que me llevó al seminario y con quien me iba en moto a visitar a los curas de los otros pueblos»; don Alfonso, su párroco en Cristo de la Victoria, donde hizo su etapa de pastoral, y «que me pidió» para que se quedara en la parroquia una vez ordenado; y José Ramón, «mi paño de lágrimas», con el que actualmente habla y que «me anima, me ayuda, me comprende». Al referirse a los jóvenes que se van a ordenar, exclama: «Qué envidia os tengo, porque sois, como fui yo, un niño mimado de Dios, elegido, consagrado y enviado. Dificultades va a haber muchas, internas y externas; por eso, no dejéis nunca la mano de la Virgen y de san José».
A sus 75 años, el párroco reconoce que tiene «más ilusión» que nunca, «cada día más ganas de llegar a más personas» porque «Dios es la respuesta a las necesidades del hombre de hoy». «Ser sacerdote es una aventura maravillosa: si uno va de safari, cuanto más peligro hay, más ilusión». Así, en esta sociedad secularizada, «la Iglesia y el sacerdote están para recoger a tanto náufrago que anda a la deriva». «La gente necesita a Dios, ¡estamos en el mejor momento!». Y concluye: «El sacerdocio es lo más grande que un ser humano puede experimentar: ¡prestarle al Señor mis voz, mis brazos, mis pies, mi corazón, para que Él hable, camine y ame a tanta gente!».