Dios estaba en el campo de concentración
«Aunque no te entiendo, te amo por encima de todo». Esta jaculatoria, aprendida de un sacerdote anónimo, sostuvo la fe de Jerzy Kroczowski, superviviente de Auschwitz
«Esto no es un sanatorio, es un campo de concentración alemán del que solo se puede salir por la chimenea». Estas palabras, u otras similares, eran el saludo del subdirector de Auschwitz, Karl Fritzsch, al 25 % de prisioneros que no eran destinados directamente a las cámaras de gas. Hasta entonces, muchos pensaban que el viaje que habían hecho en tren, encerrados durante días como ganado, era solo un traslado a otro gueto u otra cárcel.
«¿Dónde estaba Dios?»
El golpe que suponían estas palabras era solo un preludio de lo que les esperaba: el hambre, los trabajos durísimos, el frío extremo en invierno, las palizas y las enfermedades hacían que la esperanza de vida en el campo fuera de apenas unos meses. Durante su visita a Auschwitz en 2006, Benedicto XVI se preguntó: «¿Dónde estaba Dios?». Tras el humo negro de los hornos crematorios en los que 1,1 millones de personas quedaron convertidas en ceniza, el azul del cielo se alejaba, y muchos prisioneros no pudieron seguir creyendo en un ser superior omnipotente y bueno.
«La fe me salvó»
Otros, en el sufrimiento, se abrazaron a Él. De hecho, «incluso algunas personas con dudas recuperaban la fe». Lo recuerda Jozef Majchrzak, un prisionero, en el testimonio recogido por la Fundación Auschwitz-Birkenau, encargada de custodiar la memoria de lo ocurrido en el campo. Jozef estaba convencido de que «la fe y la oración me salvaron de una muerte segura durante el tifus».
Teresa Wontor, investigadora del campo, ha indagado cómo se vivía la fe en Auschwitz a través de los testimonios de supervivientes como Jozef. O como Maria Slisz-Oyrzynska, que estuvo en Auschwitz II-Birkenau. Ella recordaba que las prisioneras «podían ver el gran poder de la oración» incluso en prácticas tan sencillas como las flores a María en mayo.
Navidad con judías y comunistas
Ella y Katarina Grünsteinovej, una judía eslovaca, narraron cómo prisioneras de distintas religiones buscaban juntas a Dios: «Las eslovacas –cuenta Grünsteinovej– participábamos en la oración y las celebraciones de las polacas [católicas], y cuando había fiestas [judías], las polacas también tomaban parte».
En ocasiones, ni los ateos permanecieron al margen. Wontor narra cómo Anna Palarczyk y otras mujeres quisieron organizar una mínima fiesta de Navidad en su barracón. Invitaron a presas cristianas, judías y comunistas. Al principio «se encontraron una fuerte resistencia», pero las barreras se rompieron cuando explicaron que querían que fuera «un día de reconciliación y un signo de esperanza ante el destino que compartían».
«Los sacerdotes viviréis un mes»
Para mantener viva la fe, los sacerdotes jugaron un papel clave. Desde el primer transporte de presos políticos que llegó al campo, el 14 de junio de 1940, hasta el final de la guerra, por el campo pasaron –según el recuento de Wontor– al menos 464 sacerdotes, seminaristas y monjes. Después de los judíos, los clérigos católicos eran de los grupos peor tratados. Unos y otros formaban el grueso de la Compañía Penal, «un grupo al que se le encargaba el trabajo más duro y cuyos supervisores eran extremadamente crueles». En su infame discurso, Fritzsch decía a los presos: «Si sois judíos, no tenéis derecho a vivir más de dos semanas; los curas, un mes; los demás, tres meses».
1,1 millones de personas, el 90 % de ellos judíos, murieron en el complejo de Auschwitz-Birkenau.
El 14 de junio de 1940 llegó el primer transporte de presos.
El 27 de enero de 1945 el campo fue liberado. Quedaban 7.500 supervivientes.
Una cámara de gas mataba a 2.000 personas en 20 minutos.
Al menos 464 sacerdotes, seminaristas y monjes, y 35 monjas pasaron por Auschwitz. Los nazis enviaban a los sacerdotes sobre todo al campo de Dachau.
Pastores en medio del horror
A pesar de todo, muchos sacerdotes no perdían ocasión de seguir ejerciendo su ministerio. Los prisioneros, como ovejas sin pastor, necesitaban consuelo y muchos, en medio de aquel horror, tomaban conciencia de que también ellos necesitaban confesarse. Los sacerdotes escuchaban, alentaban, absolvían… Así, influyeron poderosamente en muchos prisioneros. Uno de ellos, Jerzy Kroczowski, quedó marcado por un cura cuyo nombre nunca llegó a conocer, que le enseñó esta jaculatoria: «Creo en ti, Dios vivo; confío en ti, pues eres fiel. Dios, aunque no te entiendo, te amo por encima de todo».
Misa en el bloque 3
Cuando de forma clandestina llegaban formas y vino, se celebraba Misa. El padre Wladyslaw Puczki contaba: que tuvo «la oportunidad de celebrar Misa el día de Navidad, en el ático del bloque número 3». La convocatoria se difundió entre los presos «mediante mensajes confidenciales y solo a las personas de las que se sabía con certeza que eran católicos» de fiar, explicaba Jozef Majchrzak. Celebrar Misa, confesar o incluso rezar, podía suponer –según Wontor– «ser ejecutado en el acto, enviado a la Compañía Penal o encerrados en el Bloque de la Muerte». En esta prisión dentro de la prisión, había celdas donde los presos estaban obligados a pasar la noche de pie –mientras durante el día seguían trabajando–, y otras en las que morían asfixiados o de hambre. Pero el riesgo valía la pena.
Para los prisioneros creyentes de Auschwitz, los libros de oración, los rosarios, las medallas, así como los talit (manto judío para la oración) y las filacterias eran verdaderos tesoros: arriesgaban su vida por conservarlos a escondidas –algo terminantemente prohibido–, invertían tiempo y energía en «escribir a mano sus propios devocionarios» o destinaban parte del escasísimo pan a hacerse un rosario de miga, relata la investigadora Teresa Wontor. También los miembros de la resistencia, los trabajadores civiles del campo y los sacerdotes de la zona se esforzaban por introducir de forma clandestina en el campo estos objetos, junto con formas y vino para la Misa.