Despedida del Papa: «Nunca me he sentido solo»
«He querido a todos y cada uno», afirmó el Papa en su última Audiencia general, en la que se ha despedido de la Iglesia con un texto profundamente personal y lleno de gratitud e invitaciones a confiar en Dios, que guía a su pueblo. También ha explicado que «el Papa pertenece a todos», y que su renuncia no implica para él una vuelta a la vida privada, pues el compromiso con el Señor que asumió al ser elegido como sucesor de Pedro es para siempre. «No retorno a la vida privada, no abandono la Cruz; quedo de un modo nuevo junto al Señor crucificado»
Gratitud, alegría, y la firme confianza en Dios, que guía a su Iglesia y no la abandona. Han sido las tres claves de la última Audiencia general de Benedicto XVI. Lejos de las previsiones, que esperaban que centrara su catequesis en el ciclo sobre el Credo que inició hace unos meses con motivo del Año de la fe, el Papa ha querido que su último acto público fuera una despedida de los fieles, y un claro mensaje para –una vez más– confortarlos y confirmarlos en la fe.
Ha sido así desde su llegada a la Plaza de San Pedro, repleta de peregrinos, que llenaban también parte de la Vía de la Conciliazione. A la vista de las numerosas banderas y pancartas en distintos idiomas, llenas de mensajes de agradecimiento y cariño, el Papa se mostró, nada más comenzar su intervención, «verdaderamente conmovido» por todas las oraciones y muestras de afecto; y -parafraseando el fragmento de la Carta a los Colosenses que se acababa de leer- dio «gracias a Dios por las noticias que he podido recibir» de todo el mundo durante su pontificado. «Siento que llevo a todos en la oración», y «recojo todo encuentro, viaje…, para «confiarlos al Señor». También se mostró alegre y con «gran confianza, porque sé que la Palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida». Ésta «es mi confianza, ésta es mi alegría».
Testimonio personal
Esta última catequesis del Papa –que se puede leer íntegra al final de esta noticia– seguramente quedará en la memoria como una de las intervenciones más personales de Benedicto XVI. Los fieles lo han agradecido, interrumpiendo en muchas ocasiones las palabras del Santo Padre con sus aplausos. Recordó varias veces, por ejemplo, su elección como Papa, el 19 de abril de 2005. En ese momento, rezó: «Señor, ¿qué me pides? Es un peso grande el que me pones sobre la espalda. Pero, si me lo pides, sobre tu palabra echaré las redes, seguro de que Tú me guiarás». Ocho años después, «puedo decir que el Señor verdaderamente me ha guiado, ha estado cerca de mí», en un pontificado en el que ha habido «momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles».
«Siempre he sabido –continuó– que en la barca está el Señor, y que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra. Es Suya, y el Señor no deja que se hunda. Es Él el que la conduce, ciertamente a través de los hombres que ha elegido». Ésta es «una certeza que nada puede anular». Por eso, acto seguido manifestó su deseo de que todos depositen «firme confianza en el Señor. Sus brazos son los que nos sostienen y nos ayudan a caminar». Querría también «que cada uno se sintiese amado por Dios», porque «Dios nos ama, y espera que también nosotros lo amemos».
Agradecimiento a sus colaboradores
Pero, aunque la gratitud del Papa se dirigía sobre todo a Dios, no era Él su único destinatario. El Santo Padre ha mostrado su agradecimiento a tantas personas que «el Señor me ha puesto al lado»: el cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado; los miembros del colegio cardenalicio –muchos de los cuales habían acudido a Roma para asistir a la Audiencia– y de la Curia; sus «hermanos en el episcopado y en el presbiterado», los consagrados, y el «entero pueblo de Dios». Aseguró: «Nunca me he sentido solo en llevar la alegría y el peso del ministerio petrino».
De la misma forma que Benedicto XVI se ha sentido tan querido por todos, «también yo he querido a todos y cada uno sin distinciones. Cada día he llevado a cada uno en mi oración con corazón de padre». No sólo a los fieles católicos bajo su cuidado, sino a todas las personas, de otras religiones o no creyentes: «El corazón del Papa mira al mundo entero».
Cartas de hermanos e hijos
Recordó en especial, en este momento, a las «personas que me han enviado signos conmovedores de amistad y oración». Cada día recibe «cartas de los grandes» del mundo de la política, la ciencia, la cultura…, «pero también de muchísimas personas sencillas, que me escriben sencillamente desde su corazón y me hacen sentir su afecto». Estas personas «no me escriben como se escribe a un príncipe o a un grande que no conocen, sino como hermanos o como hijos».
El Papa «pertenece a todos y muchísimas personas se sienten cercanas a él». En esto –añadió– «se puede tocar qué es la Iglesia: no un organismo, no una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Cristo, que nos une a todos». Esta experiencia de la Iglesia «es motivo de fuerza y de alegría, en un tiempo en el que tantos hablan de su declive».
Un compromiso «para siempre»
Acto seguido, Benedicto XVI pasó a explicar su renuncia, en la que –resaltó– ha buscado «tomar la decisión más justa no para mi bien», sino para el de la Iglesia. «He dado este paso con la plena conciencia de su gravedad y novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas». Desde su elección como Papa, sabía que estaba «comprometido por siempre y para siempre con el Señor», y que el Sucesor de Pedro «no tiene ya vida privada. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia».
En estos ocho años de pontificado –continuó– y también ahora, «he podido experimentar que uno reciba la vida cuando la da». Una vez aceptado el ministerio petrino, «ya no se puede volver a lo privado», y su renuncia «no revoca esto. No retorno a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, conferencias, etc. no abandono la Cruz; quedo de un modo nuevo junto al Señor crucificado». Por eso, como ya había anunciado, va a dedicar lo que le queda de vida al «servicio de la oración», y seguirá «acompañando a la Iglesia con la oración y la reflexión, con esa dedicación al Señor y a su Esposa que he intentado vivir hasta ahora cada día y que quisiera vivir siempre».
Benedicto XVI concluyó su catequesis animando de nuevo a tener confianza, porque «Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, sobre todo en los momentos difíciles». Por eso, deseó que «en el corazón de cada uno de vosotros quede siempre la alegre certeza de que Dios está cercano, no nos abandona», y «nos recoge en su amor».
Palabras en español
«Queridos hermanos y hermanas –ha afirmado el Papa en español a continuación–: Muchas gracias por haber venido a esta última audiencia general de mi pontificado. Asimismo, doy gracias a Dios por sus dones, y también a tantas personas que, con generosidad y amor a la Iglesia, me han ayudado en estos años con espíritu de fe y humildad. Agradezco a todos el respeto y la comprensión con la que han acogido esta decisión importante, que he tomado con plena libertad».
«Desde que asumí el ministerio petrino en el nombre del Señor he servido a su Iglesia con la certeza de que es Él quien me ha guiado. Sé también que la barca de la Iglesia es suya, y que Él la conduce por medio de hombres. Mi corazón está colmado de gratitud porque nunca ha faltado a la Iglesia su luz. En este Año de la fe invito a todos a renovar la firme confianza en Dios, con la seguridad de que Él nos sostiene y nos ama, y así todos sientan la alegría de ser cristianos».
«Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y de los países latinoamericanos, que hoy han querido acompañarme. Os suplico que os acordéis de mí en vuestra oración y que sigáis pidiendo por los señores cardenales, llamados a la delicada tarea de elegir a un nuevo Sucesor en la Cátedra del apóstol Pedro. Imploremos todos la amorosa protección de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia. Muchas gracias. Que Dios os bendiga».
Os doy las gracias por haber venido tan numerosos a esta última audiencia general de mi Pontificado. Os lo agradezco de corazón, estoy realmente conmovido. Veo la Iglesia viva. Pienso que tenemos que dar gracias al Creador, por el buen clima que nos ha regalado, cuando aún estamos en invierno.
Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, yo también siento en mi corazón que ante todo tengo que dar gracias a Dios que guía a la Iglesia y la hace crecer, que siembra su Palabra y alimenta así la fe en su Pueblo. En este momento mi corazón se expande y abraza a la Iglesia extendida por todo el mundo, y doy gracias a Dios por las noticias que en estos años de ministerio petrino he recibido sobre la fe en el Señor Jesucristo, y sobre la caridad que circula realmente en el cuerpo de la Iglesia y hace que viva en el amor, y sobre la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la plenitud de la vida, hacia la patria celestial.
Siento que os llevo a todos conmigo en la oración, en un presente que es de Dios, en el que recojo cada uno de los encuentros, cada uno de los viajes, cada visita pastoral. Todo y todos reunidos en oración para confiarlos al Señor, porque tenemos pleno conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría e inteligencia espiritual, y por qué nos comportamos de una manera digna de Él y de su amor, llevando fruto en toda buena obra.
En este momento, dentro de mí hay mucha confianza, porque sé, porque todos sabemos que la palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, da fruto, en todo lugar donde la comunidad de los creyentes lo escucha y recibe la gracia de Dios en la verdad y en la caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.
Cuando, el 19 de abril de hace casi ocho años, acepté asumir el ministerio petrino, tenía esta firme certeza que siempre me ha acompañado, esta certeza de la vida de la Iglesia, de la Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he dicho varias veces, las palabras que resonaban en mi corazón eran: Señor, ¿ por qué me pides esto ? Y ¿que me pides? Es un gran peso el que colocas sobre mis hombros, pero si Tu me lo pides, con tu palabra, echaré las redes, seguro de que me guiarás, también con todas mis debilidades. Y ocho años después puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir su presencia todos los días. Ha sido un trozo de camino de la Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos difíciles; me he sentido como San Pedro con los Apóstoles en la barca del lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa ligera, días en que la pesca ha sido abundante; también ha habido momentos en que las aguas estaban agitadas y el viento contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en aquella barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda: es El quien conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, porque así lo quiso. Esta ha sido una certeza que nada puede empañar. Y por eso hoy mi corazón está lleno de gratitud a Dios porque no ha dejado nunca que a su Iglesia entera y a mí, nos faltasen su consuelo, su luz, su amor.
Estamos en el Año de la fe, que he proclamado para fortalecer nuestra fe en Dios en un contexto que parece dejarlo cada vez más en segundo plano. Me gustaría invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son lo que nos permiten caminar todos los días, también entre las fatigas. Me gustaría que cada uno se sintiera amado por ese Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y nos ha mostrado su amor sin límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano. Hay una hermosa oración que se reza todas las mañanas y dice: «Te adoro, Dios mío, y te amo con todo mi corazón. Te doy gracias por haberme creado, hecho cristiano…». Sí, alegrémonos por el don de la fe; es el don más precioso, que ninguno puede quitarnos! Demos gracias al Señor por ello todos los días, con la oración y con una vida cristiana coherente. ¡Dios nos ama, pero espera que también nosotros lo amemos!
Pero no es sólo a Dios, a quien quiero dar las gracias en este momento. Un Papa no está sólo en la guía de la barca de Pedro, aunque sea su principal responsabilidad, y yo no me he sentido nunca solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino, el Señor me ha puesto al lado a tantas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han estado cerca de mi. Ante todo. Vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría y vuestros consejos, vuestra amistad han sido preciosos para mí. Mis colaboradores, empezando por mi Secretario de Estado, quien me ha acompañado fielmente en estos años; la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, así como a todos aquellos que, en diversos ámbitos, prestan su servicio a la Santa Sede: tantos rostros que no se muestran, que permanecen en la sombra, pero que en silencio, en su trabajo diario, con espíritu de fe y de humildad han sido para mí un apoyo seguro y confiable. Un recuerdo especial para la Iglesia de Roma, !mi diócesis! No puedo olvidar a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a las personas consagradas y a todo el Pueblo de Dios en las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he recibido mucha atención y un afecto profundo. Pero yo también os he querido, a todos y a cada uno de vosotros sin excepción, con la caridad pastoral, que es el corazón de cada pastor, especialmente del Obispo de Roma, del Sucesor del Apóstol Pedro. Todos los días he tenido a cada uno de vosotros en mis oraciones, con el corazón de un padre.
Querría que mi saludo y mi agradecimiento llegase a todos: el corazón de un Papa se extiende al mundo entero. Y me gustaría expresar mi gratitud al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que hace presente la gran familia de las Naciones. Aquí también pienso en todos los que trabajan para una buena comunicación y les doy las gracias por su importante servicio.
Ahora me gustaría dar las gracias de todo corazón a tanta gente de todo el mundo que en las últimas semanas me ha enviado pruebas conmovedoras de atención, amistad y oración. Sí, el Papa nunca está solo, ahora lo experimento de nuevo en un modo tan grande que toca el corazón. El Papa pertenece a todos y tantísimas personas se sienten muy cerca de él. Es cierto que recibo cartas de los grandes del mundo -de los Jefes de Estado, líderes religiosos, representantes del mundo de la cultura, etc.-. Pero también recibo muchas cartas de gente ordinaria que me escribe con sencillez, desde lo más profundo de su corazón y me hacen sentir su cariño, que nace de estar juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe a un príncipe o a un gran personaje que uno no conoce. Me escriben como hermanos y hermanas, hijos e hijas, con un sentido del vínculo familiar muy cariñoso. Así, se puede sentir que es la Iglesia no es una organización, no es una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunidad de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia de esta manera y casi poder tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor es una fuente de alegría, en un tiempo en que muchos hablan de su decadencia. Y, sin embargo, vemos como la Iglesia hoy está viva.
En estos últimos meses, he sentido que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia en la oración que me iluminase con su luz para que me hiciera tomar la decisión más justa no para mi bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su gravedad y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo.
Permitid que vuelva una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de la decisión reside precisamente en el hecho de que a partir de aquel momento yo estaba ocupado siempre y para siempre por el Señor. Siempre –quien asume el ministerio petrino ya no tiene ninguna privacidad–. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. Su vida es, por así decirlo, totalmente carente de la dimensión privada. He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la propia vida cuando la da. Dije antes que mucha gente que ama al Señor ama también al Sucesor de San Pedro y le quieren; que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas en todo el mundo, y que él se siente seguro en el abrazo de su comunión, porque ya no se pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.
El siempre es también un para siempre, no existe un volver al privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio del ministerio activo, no lo revoca. No regreso a la vida privada, a una vida de viajes, reuniones, recepciones, conferencias, etc. No abandono la cruz, sigo de un nuevo modo junto al Señor Crucificado. No ostento la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, sino que resto al servicio de la oración, por así decirlo, en el recinto de San Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como Papa, me servirá de gran ejemplo en esto. Él nos mostró el camino a una vida que, activa o pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.
Doy las gracias a todos y cada uno, también por el respeto y la comprensión con la que habéis acogido esta decisión tan importante. Seguiré acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con la dedicación al Señor y a su Esposa, que he tratado de vivir hasta ahora cada día y quisiera vivir siempre. Os pido que os acordéis de mí delante de Dios, y sobre todo que recéis por los Cardenales, llamados a un cometido tan importante, y por el nuevo Sucesor del Apóstol Pedro: el Señor le acompañe con la luz y el poder de su Espíritu.
Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia para que acompañe a cada uno de nosotros y toda la comunidad eclesial; a Ella nos encomendamos con profunda confianza.
¡Queridos amigos y amigas! Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, y especialmente en tiempos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es la única verdadera visión del camino de la Iglesia y del mundo. En nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, haya siempre la gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está cerca de nosotros y nos envuelve con su amor. ¡Gracias!