Queridos pastores de mi rebaño, la Iglesia: me presento. Soy una oveja asustada, he sufrido el mordisco de algunas ovejas que están en el rebaño y que creo que son lobos disfrazados. Yo sé que no es agradable acercarse a testimonios de abuso de poder y conciencia en la Iglesia, pero desearía que esa dificultad no tenga que ver con la protección de estos ejemplares esteparios, que, aunque son escasos, pueden arruinar rebaños enteros.
Este curso ha querido la providencia que entre en contacto con el Proyecto Repara. He acudido a ellos por la necesidad de ser escuchada. Aunque hayan pasado ya 20 años desde que yo sufrí los abusos mencionados, me he dado cuenta de que este era el momento de Dios para sacar de mí algunos jeroglíficos que he tardado en descifrar.
Cuando cumplí 9 años, mis padres me llevaron a las actividades juveniles de formación de un movimiento que aportó mucho a mi crecimiento humano y cristiano. Pero un día, cuando ya tenía 15, la responsable del grupo de consagradas parece que se dio cuenta de que yo era de las tímidas que no sabían decir que no; pensó que era muy manejable y empezó a liarme para sus objetivos. No los de Dios, porque los de Dios tienen el sello de la paz y la libertad de espíritu. A esa edad empecé a vivir en una de las casas de la institución, que no estaba en la provincia donde vive mi familia. El objetivo era desprenderse, expatriarse para vivir mejor las prácticas de piedad mientras continuaba los estudios. Estuve allí dos años y decidí volver a mi casa porque sentía mucha tristeza y aburrimiento. No se nos permitía ningún tipo de distracción y yo allí no conseguí tener amigas.
Con 20 años me fui un verano a Hispanoamérica de misiones. A eso sí me sentía llamada. Creo que viví la experiencia más feliz de mi vida, pero después «el lobo» vio que podía volver a liarme. Me propuso irme allí para ayudar en una fundación reciente y acepté por el ejemplo que vi en una de las misioneras.
Allí se me insistió en que yo tenía vocación, cosa que yo no veía por ningún lado. Pero te dicen: «Obedeciendo verás la luz». Y vas tú y obedeces. ¿Por qué…? Tras seis años se me coaccionó para hacer unos votos temporales, a pesar de que manifesté que no me daban paz. Según la superiora, «también santa Teresita había tenido muchas dudas».
Viví nueve años con ellas, aprendí mucho y vi mucha santidad, sí. Pero fui enfermando poco a poco, estaba esquelética y triste, hasta quedar hecha un trapo con una depresión mayor que me impedía trabajar y sonreír. ¿Cuál sería la causa? Yo empezaba a darme cuenta, por fin, de ella. Me insistieron en tomar medicaciones tras llevarme a un psiquiatra amigo de la superiora, al que curiosamente no podías contar nada de tu vida; solo responder sí o no a los síntomas que te iba citando, una experiencia robótica y heladora. Asesorada por un sacerdote al que escribía y con el que la superiora me decía que no se debía hablar —solo podías hablar con tu responsable—, dejé la institución para no morir en el intento y con una sensación de fracaso que aún me dura.
Este curso, hablando con otras compañeras que han vivido diferentes experiencias de abuso en esa institución, llego a la conclusión de que es verdad que Dios escribe derecho con renglones torcidos y todo contribuye al bien. La providencia nos cuida. Pero también es verdad que hay que desenmascarar a los lobos disfrazados de cordero para que no siga la utilización y el abuso de las personas para beneficio de una institución a la que se adora como si fuese el mismo Dios.