Defensa de la paz justa - Alfa y Omega

La experiencia terrible de las guerras del siglo XX y sus consecuencias en nuestro siglo, en una «guerra mundial a pedazos» (Francisco, Fratelli tutti, 259), ha generado un esfuerzo común y global por la defensa de la paz entre las naciones. «¡Nunca más la guerra!» (Juan Pablo II, Centesimus annus, 52), es el grito que se alza con más fuerza entre los pueblos. La Iglesia católica, que condena «la crueldad de la guerra» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 77), ha reflexionado seriamente sobre las fuentes de la paz: la justicia y la caridad. «La verdadera paz tiene más de caridad que de justicia» (Pío XI, Ubi arcano, 686). La doctrina social de la Iglesia nos introduce en la reflexión moral para valorar y enjuiciar los caminos de la paz, que es responsabilidad de todos (cfr. Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, n. 495).

La guerra no soluciona nada, sino que provoca un apagón donde los males se multiplican, se pierde el sentido del ser humano, de la sociedad y del progreso. «La guerra es el fracaso de todo auténtico humanismo» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1999), de toda esperanza. «No es un medio apto para resarcir el derecho violado» (Juan XXIII, Pacem in terris, 291). La guerra bloquea cualquier comprensión, cualquier razonamiento, cualquier sentido.

Desde el ámbito político se ha revisado seriamente la vigencia y condiciones de la llamada guerra justa (cfr. M. Walzer, J. Rawls), a partir de las recientes experiencias bélicas y sus terribles consecuencias. Los supuestos y razonamientos que surgieron en contextos históricos de siglos pasados son cuestionados en la actualidad (cfr. Francisco, FT, 258). De esta manera, apelativos como «guerra preventiva», «guerra justa» o «emergencia suprema» han sido revisados seriamente porque sus presupuestos teóricos se han visto conculcados en la práctica (cfr. J. Baqués Quesada, La teoría de la guerra justa, 2007).

Sin embargo, sigue vigente la cuestión de cómo afrontar la legítima defensa de un Estado agredido o invadido, pues sus responsables «tienen el derecho y el deber de organizar la defensa, incluso usando la fuerza de las armas» (Catecismo de la Iglesia católica, 2265). Esta actuación está sujeta a unas condiciones muy rigurosas de justicia, de necesidad y proporcionalidad (cfr. CIC, 2309), pues «no todo es lícito entre los beligerantes» (GS, 79). La analogía de la defensa personal —doméstica— no es fácil de trasladar simplemente a la defensa de una nación, por lo que se producen abusos interpretativos. Las consecuencias del uso de la fuerza de un Estado, hoy en día tan descomunal, es imprevisible, desata innumerables consecuencias y es una «aventura sin retorno» (Juan Pablo II, 16/1/1991). La analogía personal nos señala que nunca se debe perder el rostro del otro (cfr. E. Levinas), que reclama mi ayuda, porque nos une un mismo camino: «Toquemos la carne de los perjudicados» (Francisco, FT, 261). El cuidado de uno mismo está vinculado al cuidado del otro y al cuidado de instituciones justas (cfr. P. Ricoeur), y «no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual» (GS, 78). Una nación se defiende legítimamente de un agresor cuando recuerda que hay personas en juego, propias y ajenas. Es un riesgo, para el que lucha contra monstruos, convertirse en un monstruo. Para no perder la justicia los Estados, ante una agresión, han de ejercer todos los medios justos: la comunidad global, el arbitraje, la unión de esfuerzos comunes, «como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental» (Francisco, FT, 257). Especial cuidado hay que tener con la población civil, inocentes que padecen emigraciones forzosas, convertidos en escudos humanos y violentados de maneras siniestras (cfr. Juan Pablo II, 11/08/1999).

La Iglesia proclama que la caridad es la fuente de toda virtud, de toda justicia y de toda solidaridad, para un presente de paz. Es una caridad personal y política; social y económica. Por la caridad se defiende la humanidad, «en la que la relacionalidad es el elemento esencial» (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 55). En la lucha contra las tinieblas, la justicia y la caridad son el fundamento. La caridad política genera nuevos caminos para afrontar la defensa contra agresiones, invasiones y atropellos humanitarios, iluminando nuevas respuestas a las injusticias. Así merece la pena ser humano y vivir en sociedad.