«Decid que sólo es un simple pastor, un obrero del Señor»
En 1977, el joven sacerdote Carlos Osoro y el recién ordenado Juan José Valero formaron un tándem que, durante años, marcó al clero santanderino de las generaciones siguientes; el primero, como Rector, y el segundo, como formador del Seminario de Monte Corbán. Hoy, don Juan José Valero rige el Seminario y nos recibe en el mismo despacho que ocupó «mi amigo don Carlos, que fue para mí como un hermano mayor que me abrió el camino a Cristo»
Después de haber estado conversando con él durante casi dos horas, y justo antes de invitarnos a participar en la misa comunitaria, y a cenar con los seis seminaristas de la diócesis de Santander, don Juan José Valero se nos queda mirando a los ojos, hace una pausa para medir las palabras y dice: «Está muy bien que le deis la bienvenida a don Carlos. Pero no olvidéis que a quien se tiene que ver es a Jesucristo, no al obispo. Decid de él que sólo es un simple pastor, un obrero del Señor, pero que el protagonista es Cristo. Lo que importa es que don Carlos Osoro lleve a la gente a ponerse delante de Dios, no a quedarse mirando a un obispo. Y esto te lo dice una persona que respeta y quiere mucho a don Carlos…» Y es verdad. De hecho, ese cariño, ese respeto y esa estima fraterna por «mi amigo don Carlos» es lo que permea no sólo este consejo al periodista, sino toda la conversación que lo precede, y en la que Valero, actual Rector del Seminario santanderino de Monte Corbán, ha ido repasando las casi dos décadas en que don Carlos Osoro ocupó esa misma rectoría. Unos años que don Juan José vivió codo a codo con el hoy arzobispo electo de Madrid, primero como seminarista y después -recién ordenado- como formador.
El encargo que marcó su vida
Corría el año 1977 cuando el entonces obispo de Santander, monseñor Juan Antonio del Val, «encargó a don Carlos que reabriera el Seminario Mayor, que llevaba años cerrado. Él se ocupó de convocarnos a todos los que estábamos dispersos por otras diócesis, y de dotar al Seminario de la estructura para nuestros estudios, que asoció a la Pontificia de Salamanca, y para el cuidado y el crecimiento espiritual de los muchachos. Yo me ordené al año siguiente y él me incorporó a su equipo como formador». Desde entonces, pasó 20 años como Rector, compaginando el cargo con el de Vicario General «y con 100 cosas más que le pedía la diócesis, y a las que servía con total entrega: a veces, tenía que marcharse a primera hora, y yo le esperaba en su despacho para reunirnos a las 12 de la noche, tomar decisiones, compartir y trabajar». Por eso, «a don Carlos no se le puede entender sin su preocupación vocacional, pues aquellos 20 años marcaron profundamente su ministerio, y ha sido una de las dimensiones pastorales que más ha remarcado allí por donde ha pasado, porque lo lleva a flor de piel».
Centrados en Jesucristo
Pero, ¿cómo entiende monseñor Osoro la labor del Seminario y el cuidado de los seminaristas? Don Juan José apunta que «él recoge la inquietud, el espíritu y las directrices que marca la Iglesia en sus planes para sacerdotes y formadores, para ayudar a que el joven se desarrolle en sus dimensiones humanas, espirituales, intelectuales y pastorales. Su criterio para los seminaristas responde a lo que él mismo vive como sacerdote: una persona muy centrada en Jesucristo y con una clara identidad eclesial. Desde los estudios, la espiritualidad, la preparación intelectual profunda y una experiencia firme de fe, intenta que surjan verdaderos pastores, muy arraigados en la persona de Jesucristo, con una total disponibilidad a las necesidades de la Iglesia».
Y para ello, «cuidaba mucho los ratos de oración y el aspecto celebrativo. La Eucaristía era para él el momento más importante: aunque llegase a las 12 de la noche, si no había podido celebrar la Eucaristía, la celebraba solo, pero la celebraba siempre. Marcó mucho nuestro estilo espiritual, porque insistía en que un chico que salía del Seminario con la ordenación, tenía que tener un corazón de pastor, muy enamorado de Jesucristo y capaz de transmitir esa vivencia a los demás».
Claridad en medio de la confusión
Esta eclesialidad y este enraizamiento en Cristo desde la oración fueron las directrices que puso en práctica en los turbulentos años del post-Concilio y la Transición: «Don Carlos -cuenta Valero, sentado en el despacho que ocupó monseñor Osoro en aquel tiempo- tenía claros sus criterios en una época de confusión, manifestada en las diferentes formas de llevar a cabo la vida de un seminario, con experiencias en pisos, etc. Para él, las columnas que tienen que sustentar la vida de un sacerdote son dos: crecer en el discipulado, seguimiento y encuentro con Cristo, para arraigar la vida en Él según dice el Evangelio; y vivir una clara identidad de lo que el Concilio explica que debe ser la Iglesia, con total entrega de la persona a una opción definitiva. Ante los problemas, tenía capacidad de diálogo, sabía escuchar y esperar. Pero si veía que un seminarista vivía de forma incompatible con el desarrollo de una vida sacerdotal, no dudaba en decirle que ésta no era su vocación».
Y concluye con el que es uno de los rasgos más acentuados del nuevo arzobispo de Madrid: «Que la gente perciba que el anuncio del Evangelio es noticia de misericordia, es algo definitivo: o se entiende así, o no se entiende el mensaje de Jesucristo. Quien se acerca a don Carlos, comprende y percibe la dimensión de gracia, gratuidad y misericordia que tiene el rostro de Dios. Un rostro que tiene vocación de amor». Un rostro que, por delante del suyo propio, monseñor Osoro intentará mostrar a los fieles de Madrid. Empezando, sin duda, por los seminaristas.