Decálogo para sacerdotes ante la violencia machista
El papel de la parroquia es clave en la lucha contra la violencia doméstica que sufre una de cada cuatro mujeres mayores de 60 años en España
El 25 de noviembre se celebra el Día Internacional de la Violencia contra la Mujer, una fecha que, lejos de debates ideológicos y cuestiones políticas, visibiliza un problema real de la sociedad: según la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer 2015, el 12,5 % de las mujeres han sufrido violencia de género alguna vez en su vida. Una cifra que, de acuerdo con un informe publicado este mes por la Fundación Luz Casanova, se duplica en el caso de las mayores de 60 años.
En el contexto de aislamiento que sufren las mujeres mayores maltratadas, la parroquia supone en ocasiones el único lugar al que sus maridos les dejan ir solas, por lo que el papel del sacerdote es clave para atajar su situación. Esta fue una de las razones por las que, en julio de 2017, la Iglesia madrileña creó la Comisión Diocesana Por una vida libre de violencia contra las mujeres. A partir de las experiencias de agentes pastorales implicados en la lucha contra esta lacra, Alfa y Omega ha elaborado este decálogo de buenas prácticas en las parroquias:
Pablo Guerrero, coordinador nacional del Área de Familia de la Compañía de Jesús, advierte de que para abordar un caso de violencia de género no basta con tener buena voluntad. «Los sacerdotes queremos ser buenas personas y a veces, sin querer, vamos más allá de aquello para lo que estamos preparados», reconoce. Por ese motivo, recalca la necesidad de formar a los sacerdotes en este tema desde el seminario «para detectar las situaciones y saber acompañarlas desde el primer momento».
Es un diagnóstico con el que coincide Elena Valverde, quien considera imprescindible «hablar en los seminarios de lo que están viviendo las mujeres y lo que sienten cuando son maltratadas». Según la coordinadora del Área de Igualdad de la Fundación Luz Casanova, estos cursos servirían a los futuros sacerdotes para «comprender qué es la violencia, los procedimientos de los agresores y por qué la mujer se mantiene en la relación».
Detectar si una mujer está siendo víctimas de maltrato puede ser complicado. Como señala Elena Valverde, «en una persona conocida es más fácil porque se notan los cambios». Por eso recomienda observar la presencia de heridas o moratones, el cambio repentino de la vestimenta y si la víctima deja de relacionarse con su entorno social o abandona sus hobbies.
En una parroquia, detectar un caso de violencia de género puede ser especialmente difícil, pues los feligreses habituales suelen tratar de mantener las apariencias frente a la comunidad. Un sacerdote de Madrid con amplia experiencia en estas situaciones recomienda estar atento y, si la víctima se decide a contarlo, escucharla con la máxima sensibilidad y empatía, porque «cuando una persona acude a ti es porque ya ha tocado fondo, no tiene el respaldo de un amigo y necesita romper ese silencio».
Debido al miedo a las represalias, no es fácil conseguir que una víctima cuente su experiencia. Necesita saber que lo que le cuenta al sacerdote no le va a llegar a su marido. «La mujer busca un espacio en el que desahogarse. En el contexto de un sacerdote, busca la confidencialidad del secreto de confesión», señala el párroco madrileño. En su opinión, los sacerdotes dan por supuesto que siempre escuchan, «pero existe la tentación de dar rápidamente moralina y lo primero que una víctima agradece es que recibas su mensaje y no le des una respuesta inmediata». Es un consejo similar al que da Elena Valverde, quien sugiere realizar una escucha activa y serena. «Es importante no forzar a la mujer a contar nada y que sepa que puede hablar con confianza porque, si le preguntas directamente si su marido le está maltratando, te va a cerrar la puerta». Además, «si empiezas a hablar mal de la pareja, haces que recule porque sigue siendo su marido, el padre de sus hijos y la persona de la que está enamorada», añade.
«A los sacerdotes se nos educa en que es bueno que la familia esté unida y, ante una crisis matrimonial, intentamos reconstruir la relación, pero en el caso de la violencia doméstica lo importante no es que la familia esté unida sino que los hijos y la mujer estén seguros», advierte Pablo Guerrero. Por ese motivo, cuando el maltrato psicológico pasa a lo físico, la mediación está completamente contraindicada. «En el caso de las palizas es imposible porque ya se han traspasado unas barreras ante las que no hay marcha atrás», señala el párroco entrevistado. En su opinión, los sacerdotes que posean la formación adecuada solo deben hacer mediación en casos de agresividad verbal que puedan evolucionar a un clima mayor de violencia, si las dos partes implicadas se lo solicitan y «siendo un árbitro que reparta juego y, como tal, pite las faltas porque lo que más daño hace es el buenismo». Forzar ese diálogo cuando el hombre ya golpea a la mujer, significa que la víctima sufrirá las consecuencias del chivatazo y, «por muy arrepentido que parezca, el marido agresor, al llegar a casa, va a pegarla como nunca», señala Pablo Guerrero.
Todos los expertos coinciden en que las expectativas poco realistas de una pareja pueden generar relaciones tóxicas que lleven a las mujeres a soportar abusos intolerables. «Se nos ha educado en mitos del amor romántico como el de la media naranja, pero no podemos seguir promoviendo que una mujer soltera y sin hijos sea una persona incompleta», denuncia Elena Valverde.
La idea sobre cómo debe ser una familia también juega un papel clave en el maltrato. Según Carmen Meneses, investigadora de la Universidad Pontificia Comillas, «la concepción del matrimonio en la que la mujer debe permanecer en casa refuerza su situación de maltrato». Algo con lo que coincide Valverde, quien recalca la necesidad de promover modelos de familia igualitarias basadas en el respeto mutuo, el apoyo y la libertad. «Si eso no existe, la familia es una relación mantenida a la fuerza», sentencia.
Sin embargo, el mito más peligroso es el del amor que lo perdona todo. La experiencia señala que un hombre que agrede una vez tiende a repetirlo. La responsable de la Fundación Luz Casanova afirma que la víctima puede perdonar al agresor una vez se haya separado «porque no le va a estar odiando toda la vida», pero no por ello debe aguantar el maltrato.
La culpa es otro elemento central en la invisibilización del maltrato. Una carga que el sacerdote puede aliviar a una mujer creyente a través de la confesión. «A veces la mujer se siente tan responsable y avergonzada de lo que le ha pasado que no hace nada, pero Dios no quiere que estés aguantando malos tratos», recalca Elena Valverde.
«Hay mujeres que creen que las maltratan porque se lo merecen», se lamenta el párroco de Madrid. En tales casos es fundamental reforzar la autoestima de la víctima y «abrir puertas a la esperanza», una tarea que compete a los sacerdotes y que no pueden sustituir otras instituciones.
La culpa que lleva a las mujeres a ocultar a sus agresores a menudo no se manifiesta en ellos. Carmen Meneses destaca la necesidad de «dejar de concebir el maltrato solo como una cuestión moral y entender que es un delito». «El maltratador tiene que encontrarse con la ley de frente y caer en la cuenta de lo que ha hecho», señala Pablo Guerrero. El jesuita añade que la palabra «esposas», aparte de hacer referencia a las mujeres casadas, «también son unas argollitas que te pone la Policía si las pegas». De hecho, una de las labores que puede realizar el sacerdote es acompañar a la víctima a poner una denuncia o a recoger sus pertenencias tras conseguir una orden de alejamiento, pues el último Estatuto de la Víctima del Delito reconoce tales figuras.
La aclaración sobre lo que supone la violencia doméstica se puede hacer, como señala Elena Valverde, en las propias homilías, donde «sería muy positivo que el sacerdote expresara que el maltrato es un crimen y no hay que aguantarlo». «Tenemos que identificar que todo ataque contra la dignidad de otra persona va contra el mandato de Jesús de amar como él nos amó», señala Pablo Guerrero. Para el jesuita, la implicación de la Iglesia en este asunto es clave pues, al ponerse del lado de las víctimas, «se muestra ante la sociedad como realmente es: un lugar de refugio, acogida y protección».
A la hora de enfrentarse a la violencia machista, los expertos recomiendan entrar en relación con todo tipo de entidades para realizar un trabajo en red: «Tenemos que conocer direcciones y números de teléfono de asociaciones de acogida para las mujeres para derivar a los diferentes recursos que tienen la Iglesia, el ayuntamiento, la comunidad autónoma o las entidades privadas», señala Pablo Guerrero. Es una visión que comparte el párroco del centro de Madrid, quien encarga a los presbíteros no dudar en llamar al 016, recomendar atención psicológica, asesoramiento legal o cualquier recurso que la víctima necesite. «Trabajo bastante con centros de mujeres y conozco casos que están siendo abordados terapéuticamente con recursos públicos», confiesa a título personal.
«El maltratador no es la víctima. Es un agresor y genera daño, pero también necesita ayuda», señala el párroco madrileño. Esta afirmación, «que no tiene buena prensa», es de vital importancia para el sacerdote, quien no presta ayuda solo a personas inocentes sino también a las culpables. «Yo visito las cárceles y veo a personas que han hecho de todo, pero son víctimas de su propia maldad», sentencia.
A pesar de ofrecer un apoyo sin fisuras a la víctima y ponerse de su lado, el sacerdote tiene también una responsabilidad con el maltratador cuando ya no supone un peligro para la mujer. Al fin y al cabo, visitar al preso y perdonar al violento es una tarea de la que ninguna otra institución va a encargarse.