Los viajes de Francisco: de periferia en periferia
A través de sus visitas apostólicas, 40 en una década, el Papa Francisco ha puesto en el foco del mundo países y conflictos olvidados
Durante un viaje a Tirana (Albania), el padre Carlos nos explicó cómo había sido la persecución contra los cristianos de la dictadura atea de Enver Hoxha. Contaba cómo los albaneses escondían en el jardín de casa una cruz que solo desenterraban por Pascua y Navidad. Probablemente el Papa conocía estos y más detalles de aquel régimen que, literalmente, prohibió a Dios, cuando eligió Albania como primer destino europeo. Con la visita de 2014 desenterró a este país del olvido. Es lo que Francisco ha hecho con sus viajes, desenterrar lo que había quedado sepultado. Sus visitas han rascado capas y capas de indiferencia que recubrían situaciones, como la de Lampedusa. Por eso, Francisco decidió que iba a viajar allí donde nadie ponía atención: Sri Lanka, Bosnia-Herzegovina, Myanmar, Armenia, Bolivia… Quién podría haber imaginado a un Papa en la cárcel boliviana de Palmasola, una penitenciaría peligrosa y corrupta, hablando de reinserción. Quién podría haber imaginado a un Papa en Ciudad Juárez celebrando Misa en una frontera donde mueren tantos. Quién podría haber imaginado a un Papa en el vertedero milagro de Akamasoa, en Madagascar. Quién podría haber imaginado a un Papa en el Irak después del Dáesh. Francisco visitaba sin miedo Mosul, una ciudad de la que en 2021 se seguían desactivando minas y hallando cadáveres. El 7 de marzo, Francisco pisó Hosh al-Bieaa, el símbolo de una sociedad destruida.
Muchos iraquíes habían escapado años antes de su país para no morir con el cuello rajado. Intentaron rozar una vida nueva en aquellos «viajes de la esperanza» hasta Lesbos muriendo en el intento. Y el Papa dijo basta. Organizó una visita relámpago a esta isla y demostró que era fácil llevar a una familia con niños pequeños del punto A al punto B sin que el mar se los tragara. Fue una obra de esa misericordia. Y, desde el último rincón del mundo, la República Centroafricana, quiso que se propagara. Fue otro de esos viajes «desaconsejados». Por eso, Francisco dijo que o lo llevaban o se tiraba del avión en paracaídas. En la capital, Bangui, abrió las puertas de la catedral y, con ellas, el Jubileo de la Misericordia y, con ellas, la República Centroafricana al resto del mundo.
Desde África el Papa inauguró sus viajes de la misericordia a Móstoles. A los muchos Móstoles de Roma, a esos barrios de periferia donde sus habitantes tenían que frotarse los ojos y ponerse las gafas de cerca porque no se creían que un Pontífice estuviera llamando a su puerta. Sus viajes a esos Móstoles incluyeron periferias como las de los migrantes, los niños terminales o los sacerdotes que dejaron de serlo y formaron una familia. Esos viajes han arrancado muchas lágrimas de alegría y han desenterrado barrios y realidades periféricas hasta para la Iglesia.
También ha viajado a lugares donde no se le esperaba con los brazos abiertos como Irlanda, Chile o Canadá. Allí recaló para pagar la factura de la vergüenza por el daño que la Iglesia provocó a sus propios hijos. Francisco, que dijo que no le gustaba viajar, ya ha alcanzado el número redondo de 40 viajes en diez años. Le quedan en el tintero, aunque algunos ya los ha hecho con el corazón. Porque ya ha estado en Ucrania. La Ucrania de los niños mutilados que se curan en su hospital de Roma y a los que fue a abrazar.