De lo que rebosa el corazón habla la boca
8º domingo del tiempo ordinario / Lucas 6, 39-45
Evangelio: Lucas 6, 39-45
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano. Pues no hay árbol sano que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa del corazón habla la boca».
Comentario
Esta es una verdad ineludible: lo que hay en el corazón de cada persona, tarde o temprano, sale a la luz. Y Jesús nos advierte de que no podemos vivir en el engaño por siempre. Podemos adornar nuestras palabras con belleza y corrección, pero si nuestro interior está corrompido, la realidad terminará revelándose.
Estos últimos días lo hemos visto con claridad. Numerosos «medios» de comunicación, así como muchas personas a título personal, han abordado las noticias que provenían de Roma según lo que llevan en su corazón. Mientras la Iglesia, unida en oración, pedía por el Papa, el sensacionalismo y la crueldad afloraban en algunos, revelando lo que realmente los mueve. No se trata de una simple diferencia de opiniones ante la salud de una persona enferma, sino de una cuestión más profunda: ¿qué hay en el fondo del corazón?
El mismo Evangelio nos advierte contra la hipocresía. Nos señala el peligro de creernos guías cuando, en realidad, caminamos en la oscuridad. Es fácil señalar los errores de los demás y escandalizarse por sus caídas, pero, ¿qué pasa con nuestra propia ceguera? ¿Acaso no caemos en lo mismo que criticamos? Vivimos en una sociedad que con frecuencia juzga con dureza, sin examinarse a sí misma; que exige transparencia mientras actúa con doblez, que condena a los demás sin reconocer sus propias sombras.
¿Qué huellas estamos dejando? En un mundo donde la guerra y el sufrimiento siguen marcando la historia, donde pueblos enteros padecen la injusticia y la violencia, es más necesario que nunca detenerse y reflexionar. La guerra es la manifestación más brutal de un corazón podrido, de un árbol que solo da frutos de muerte y desesperanza. Pero también hay otros caminos, otras huellas que conducen a la paz, a la esperanza y a la vida. Pensemos en tantas personas que a lo largo de la vida han perdonado ofensas sin dejar crecer el resentimiento, en los pueblos que han sido víctimas y que han sido capaces de llegar a amar a sus verdugos. Tantos profesores y maestros que han transmitido a sus alumnos valores como la concordia, la acogida, la fraternidad, el respeto o la dignidad humana. Hombres y mujeres misioneros que han dejado su zona de confort para entregar su vida en lugares inhóspitos y ponerse a trabajar con los que menos tienen y, en definitiva, más dan en crecimiento y desarrollo humano y expectativas de futuro para muchas generaciones. Aquellas personas que tras una tragedia familiar salen a la calle y siguen sonriendo a aquel con el que se encuentran sin sentirse víctimas y mostrar su enfado con el sistema y con el mismo Dios.
Cada uno de nosotros está llamado a examinar qué fruto está dando su vida. ¿Dejamos tras nosotros gestos de amor, de reconciliación, de justicia? ¿O, por el contrario, nuestras palabras y acciones siembran división, resentimiento y mentira?
Jesús nos ofrece una clave fundamental: no se trata solo de aparentar bondad, sino de ser realmente buenos desde el interior. Y esto solo es posible cuando dejamos que Dios transforme nuestro corazón. No basta con evitar el mal; estamos llamados a ser árboles que den frutos de vida.
Por eso, la pregunta que nos deja este Evangelio es clara: ¿qué rebosa de nuestro corazón? Porque de eso hablará nuestra boca y eso revelará nuestras acciones.