Dos libros de psicología me gustaría recomendar. Están llenos de amor y verdad. El primero es El problema del amor, una guía desde la psicología, la neurociencia y la espiritualidad, de Fernando López Luengos y publicado por Encuentro. Un tratado sobre el amor enraizado en la vida cotidiana. Dramas como la falta de éxito en la búsqueda de la pareja; el fracaso en el proyecto soñado, o el dolor por la muerte del amado son problemas que aborda. Un frase suya para enmarcar: «El amor es el fruto culminante del éxito de nuestra madurez psicológica».
El segundo aborda un tema completamente distinto. Auténticos. El camino para ser feliz, de Fernando Sarráis, publicado por Palabra. Un libro a contracorriente que nos recuerda que es la verdad y no la fama ni las apariencias las que dan la felicidad. Un libro que sirve para conocer fácilmente la noción de verdad, los tipos de verdades y las maneras de despreciarla o, lo que es peor, engañarnos a nosotros mismos. Otra frase para guardar: «El grado de objetividad del conocimiento es un buen indicador de la madurez psicológica de una persona, la cual depende del equilibrio jerárquico que posee entre cabeza y corazón».
Madurez psicológica y equilibrio entre cabeza y corazón. Dos libros complementarios sobre dos conceptos, amor y verdad, para mí, inseparables. No puedo concebir el amor sin la verdad, ni entender la transmisión de la verdad sin el amor hacia quien se la transmites. Podría poner miles de ejemplos. De cómo tuvo que llegarme la madurez para ver la verdad que veo día a día en los ojos de mi mujer; o que el destino me tenía un momento exacto para encontrar el amor sin medida. Pero esto no es flor de un día. El día a día va dando ejemplos de la importancia de cultivar y cuidar ambas cuestiones (amor y verdad) en el matrimonio.
De hecho, estaba buscando un final perfecto para terminar este artículo cuando se me ocurrió, utilizando el recurso de ingenio de García-Máiquez, explicarle algunas de estas ideas, muy por encima, a mi mujer. En un amoroso alegato de sinceridad y mientras le decía que no podía existir un amor que no fuera eterno y verdadero, me miró y dijo: «Eso es en tu idealista y perfecto mundo de blanco y negro». Me devolvió de un plumazo de vuelta a lo terreno. Ella siguió a lo suyo y yo suspiré: sentí, una vez más, el amor verdadero.