De Gaulle: sólida fe, sana laicidad - Alfa y Omega

De Gaulle: sólida fe, sana laicidad

Hace medio siglo, el 9 de noviembre de 1970, fallecía el principal estadista que Francia tuvo desde Napoleón. Su catolicismo era tan genuino como firme su voluntad de preservar el espacio del Estado

José María Ballester Esquivias
El presidente De Gaulle en oración, junto a su esposa Yvonne
El presidente De Gaulle en oración, junto a su esposa Yvonne. Foto: ABC.

El 27 de junio de 1959, el presidente de la República francesa, Charles de Gaulle, acompañado de su esposa, Yvonne, realizaba una visita de Estado al Vaticano. En el momento de saludar a Juan XXIII, el estadista y militar que por dos veces —en 1940 y en 1958— había rescatado a su país del abismo se inclinó ante el Romano Pontífice y besó su anillo. Señal de respeto y gesto sincero de un católico practicante y convencido. Sin embargo, 15 años antes, las relaciones entre ambos empezaron siendo gélidas. Eran los últimos meses de 1944, Francia había sido liberada, y su liberador acudió a Roma a cumplimentar a Pío XII. Oficialmente. En realidad iba a pedir al Papa que cesase de una tacada a todos los obispos que se había comprometido con el régimen colaboracionista de Vichy. Es decir, la mayoría. Y dio a entender que no presidiría la ceremonia oficial del 1 de enero siguiente si el encargado de desear el Año Nuevo en nombre del cuerpo diplomático —así lo establecía el protocolo— era el nuncio apostólico, principal garante de la actitud ambigua del episcopado galo entre 1940 y 1944. Pío XII, hábil diplomático, cambió a su representante en París, sustituyéndole in extremis por Angelo Giuseppe Roncalli, cuya pericia y buena química con De Gaulle evitó un cambio masivo de titulares de sedes episcopales. Pero en Roma entendieron inmediatamente a qué atenerse: el mandatario defendería los intereses del Estado por encima de cualquier consideración, incluidas sus creencias.

Por eso decía: «Soy un francés libre, que cree en Dios y que ama a su patria. Y no soy el hombre de nadie». Una pauta que el general aplicó a rajatabla desde que asumió la jefatura de la Resistencia el 18 de junio de 1940. Una Resistencia en la que pronto destacaron dos figuras de inquebrantables creencias católicas: el general Philippe Leclerc de Hauteclocque y el almirante Georges d’Argenlieu, un marino que se hizo carmelita en los años 20, vocación que interrumpió temporalmente durante la II Guerra Mundial. Obviamente, hubo muchos más. Pero, al margen de los individuos, el jefe de la Francia Libre pretendía que su proyecto integrase a franceses de cualquier origen. De ahí el abandono de la idea inicial de llamar cruzados a los miembros de la Orden de la Liberación, pensada para premiar a resistentes de élite; se les terminó llamando compañeros.

Él, por su parte, seguía yendo a Misa y cultivando una profunda devoción mariana que, desde pequeño, le había inculcado su madre. De hecho, la estancia que se habilitó como oratorio en el Elíseo estaba presidida por una escultura de bronce de una Virgen, regalo del cardenal Stefan Wyszynsky. El encargado de celebrar la Eucaristía en el palacio presidencial era su sobrino, el misionero François de Gaulle. Eso sí, su tío delineó su cometido desde el principio: «No eres el capellán del Elíseo». Fuera del Elíseo, De Gaulle solo comulgaba en público en contadas ocasiones. Una de ellas fue durante su viaje oficial a Moscú, para solidarizarse con los cristianos allí perseguidos. En el plano interno, el mejor ejemplo de su visión integradora es la ley educativa de 1959. De Gaulle no quería reabrir heridas, y menos la escolar, así que «ni vencedores, ni vencidos». A la postre, la gran beneficiada de la ley fue la enseñanza concertada católica. Más discutibles, y alejadas de su condición de cristiano, fueron su negativa a conmutar la pena de muerte del teniente coronel Jean-Marie Bastien-Thiry, que intentó asesinarle en 1962 y, sobre todo, la legalización de la píldora del día después en 1967. «La transmisión de la vida ha de ser un acto lúcido», alegó.