De «cristiano de garrafón» a diácono permanente
El cardenal Carlos Osoro ordenará este sábado en la colegiata de San Isidro a cuatro nuevos diáconos permanentes para servir «a la Iglesia, a la Palabra de Dios y a la caridad»
Se denominan a sí mismos los «diáconos de la pandemia» y han pasado estos meses compartiendo a través de Zoom sus vivencias. Son muy distintos, ellos mismos lo reconocen, pero se aprecian en el alma y se muestran con la misma ilusión ante su ordenación como diáconos permanentes.
Alberto López, Ángel Travesí, José Luis Gallego y Antonio López recibirán LA ordenación diaconal este sábado, 13 de junio, víspera del Corpus Christi, en una celebración presidida por el cardenal Carlos Osoro en la colegiata de San Isidro de Madrid.
La ceremonia contará también con las esposas y los hijos de los futuros diáconos. Porque el diaconado permanente es «una vocación específica familiar», señala Javier Cuevas, vicario para el Cuidado de la Vida y encargado de parte de la formación. Los 38 diáconos permanentes que hay en Madrid y la veintena que hay en formación prestan un servicio «a la Iglesia, a la Palabra de Dios y a la caridad», y que se concreta en colaborar en la liturgia, la catequesis, la atención familiar y a los ancianos y Cáritas, entre otros.
«En el taxi escuchaba Radio María, leía la Biblia…»
«¡Si yo era un cristiano de garrafón, de los de bodas, bautizos y comuniones!». Alberto (en la imagen superior junto a su familia) tiene 43 años, es de Usera de toda la vida, «donde el gitanerío y la droga de los 80, pero cuánto salvó la Iglesia en aquella época…», está casado con Beatriz y es padre de Paula del Carmen de 9 años, y Cruz Alejandro, de 7.
La vocación de Alberto se fraguó en el taxi, al que se dedica profesionalmente. Porque si en esta crisis se concretará el deseo que Dios le puso en el corazón para servir, la anterior, la de 2009, le hizo acercarse a esa Iglesia que él veía de refilón. «Yo, cristiano de estos beatos, para nada».
«Un viernes que libraba, desesperado ante una crisis que me pegó fuerte, me acerqué a la iglesia». Sintió paz y comenzó a ir a Misa, «al principio como quien va al cine, porque no rezaba ni nada, pero me daba consuelo». Y en los tiempos muertos en el taxi escuchaba Radio María, leía la Biblia…
Empezó a sentirse hijo de Dios y a hablar con el cura de su parroquia. El Señor puso en su mente «el servicio y no sé cómo salió la palabra diácono». Investigó y descubrió que existía la figura del diácono permanente y un día decidió ir «a la universidad de los curas» a ver, «pensaba que sería como el que estudia para abogado».
Era el 19 de marzo de 2014 y San Dámaso estaba cerrada por la festividad de san José. «Al final es el Señor el que te va poniendo el camino», y Alberto acabó conociendo a Juan Carlos Vera, el presidente de la Comisión Diocesana de Diaconado Permanente.
Sus amigos no entienden mucho –«cuando le conté todo a mi mejor amigo me dijo: “¿Pero tú con eso luego puedes ser Papa?”»– pero «me lo han respetado por el cariño que nos tenemos; yo les hablo en la jerga del barrio, “mi droga más fuerte es Dios, me voy a pegar un chute de Jesucristo…”».
Alberto ha contado siempre con el apoyo de su mujer, que «supo decir que sí, en silencio, asumiendo la crianza de nuestros hijos» durante un tiempo de formación que se compone de un año de propedéutico, tres de Ciencias Religiosas en la Universidad San Dámaso y uno de acción pastoral en una parroquia.
Desde su taxi, que «fue mi templo y mi santuario, ahí conocí al Dios vivo», Alberto sigue evangelizando. «Todos se llevan un avemaría de regalo. Me siento como el diácono Felipe, acercándome a las carretas de las gentes de este Madrid cosmopolita».
La entrega en la familia
En el caso de Ángel, fue su párroco de Buen Suceso, «el santo sacerdote don Miguel Jimeno, ya fallecido», el que le sugirió el diaconado permanente. Era 2013 y él, que nunca jamás había oído hablar de ello, salió de la iglesia «espantado» y se fue corriendo a su director espiritual. «Cuando empecé a enterarme de lo que era dije que ni hablar».
Militar en activo, Ángel sabe bien lo que es la entrega, algo que ha aprendido de su mujer, Ana: «Yo en casa vivo la entrega sin límites de mi mujer y eso me ha llevado a imitarla».
El matrimonio ha tenido siete hijos; dos de ellos, mellizos, ya en el cielo. Alfonso murió a los dos días de nacer y hace poco más de un año lo hizo Álvaro, que sufría parálisis cerebral. «Fue un regalo de 28 años; nosotros hemos entendido la entrega con la familia, y un puntal importante ha sido Álvaro».
Quizás algo tiene que ver esto en la vocación religiosa de su hija Inés, que al mes de morir Álvaro, y con 18 años, anunció que iba a entrar al monasterio de las Agustinas de la Conversión como postulante. O los matrimonios de sus hijos mayores, que les han dado ya cinco nietos.
Pasados unos meses de aquella propuesta del párroco de Ángel, conocieron a Juan Carlos Vera, que los animó, siguiendo la experiencia que tenían de embarazos, a rezarlo durante nueve meses. Dijeron que sí «¡porque la vida es entrega!». Ahora, Ángel espera el sábado con una sensación de «agradecimiento inmenso, de anonadamiento y desde una oración muy intensa».
Al mismo tiempo, un poco «cohibido ante lo que se viene, pero me consuela lo que nos dicen en la formación, que “Dios no elige a los capaces, hace capaces a los que elige”, y digo: “Señor, tú sabes, lo que tú quieras”».
La llamada como un soplo
La vocación de Antonio, funcionario de Educación y padre de cuatro hijos de entre 22 y 34 años, se ha ido haciendo poco a poco. Ha sido la brisa suave en la que se encuentra al Señor y no un golpe brusco como el de san Pablo porque Dios «hace una historia con cada uno».
«Será el tercer gran sacramento que recibo después del Bautismo y el Matrimonio», y Antonio lo quiere vivir con tranquilidad de espíritu para poder disfrutarlo, «¡cuando me casé estaba tan nervioso que no me enteré!».
Su momento de mayor dificultad en todo este tiempo han sido los estudios, «cada tarde sentía una voz que me decía qué se me había perdido en San Dámaso», pero la realidad es que siempre «salía de clase lleno de Espíritu; más que clases eran catequesis».
En todo este proceso, animándole, ha estado su mujer, Patricia: «Voy a ser diácono por ella; la vocación diaconal sería impensable sin mi esposa». Una vocación que Antonio entiende como donación: «Llega un momento en la vida en el que uno se da cuenta de todo lo que el Señor le ha regalado, y piensas que no le puedes devolver nada, pero sí voy a intentar darme».
Los diáconos permanentes «no somos presbíteros ni queremos serlo; tampoco somos sacristanes de lujo», aclara Antonio. «Vamos a ser clérigos pero viviendo en la familia y en el trabajo: podemos llevar el altar al mundo». Por eso, Antonio considera importante pedir vocaciones porque «el diaconado tiene su sitio, va a ser una ola de renovación en la Iglesia, y en ella sumamos todos, nadie resta».
La dimensión caritativa de la vocación
El diaconado permanente es una vocación de servicio a la Iglesia, a la Palabra de Dios y a la caridad. Esta última dimensión es quizás la que más atrae a José Luis, profesor de Religión en dos colegios, casado con Ana y padre de tres hijos.
«La realidad del cristianismo se basa en un encuentro personal; Jesús se encontraba con las personas», y por eso lo que más interpela a José Luis del diaconado «es el encuentro con el más necesitado». «Aquí estamos para servir –añade– y ser feliz haciendo feliz al otro».
Reconoce que vive estos días con «gratitud, humildad y también con una sensación de inmerecimiento, de si seré capaz, pero me apoyo en la confianza en Dios y en la oración en el Espíritu de los que me rodean».
También siente vértigo, ese que ya experimentó cuando fue instituido acólito y lector (en la imagen): «Ante el Evangelio nos dijeron: “Haz vida lo que proclamas”, ¡nada menos!». Pero cuenta con todo el apoyo de su familia, «esto no sería posible sin su generosidad; Ana consiente y permite compartir parte de lo que yo le había entregado a ella previamente en el matrimonio».
A José Luis le emociona especialmente ser ordenado en la Colegiata de San Isidro, «a los pies de un matrimonio [san Isidro y santa María de la Cabeza] que también consagró su vida desde su realidad familiar», y un santo además que fue ejemplo de servicio a los demás «con sencillez y humildad».