A dos manzanas de nuestra parroquia había un bar punki. En la entrada se alzaba desafiante una calavera. Su nombre era Bar-barie. Un antro de cuidado que era el terror del barrio. Ahí se juntaban los fines de semana tantos punkis que se salían por la puerta y ocupaban toda la calle. Ya he contado en otros relatos algún encuentro que tuve con ellos. Pues bien, un viernes al mes salimos a evangelizar por la calle. El proyecto se llama Una luz en la noche. Mientras algunos se quedan en el templo adorando al Santísimo, otros salen por parejas a hablar de Cristo e invitar a rezar. Uno de esos viernes, dos jóvenes, Karen y Arturo, se acercaron a un grupito de chavales en la calle. Les dijeron que eran cristianos y querían hablar de Jesús. Uno de ellos les increpó diciendo que si creían en Jesús, fueran al bar punki a evangelizar y él iría después a la parroquia. Muertos de miedo, no dejaron pasar esa oportunidad. Al entrar, el joven que les invitaba cerró la puerta detrás de ellos con un portazo al grito de: «¡Eh, tíos, aquí os traigo unos cristianos!». Aunque Arturo mide 1,90 metros estaba temblando. El corazón les latía a cien. Les condujeron a la barra del bar para que tomaran algo. Les plantaron delante de sus narices unos papeles. «¿Qué es esto?», se decían, hasta que lograron ver que eran unos impresos de apostasía. Los repartían a todos los clientes. Después de intentar hablar algo –cosa imposible– dieron las gracias y salieron. El joven que les había invitado dijo que no iría a la parroquia. Cosa esperable.
Cuando regresaron nos contaron su aventura con la adrenalina a cien. Ese día me planteé en serio rezar a diario a la Virgen para que cerraran ese bar. No duró ni seis meses. Al final se cerró. Gracias a la Virgen, se acabó la bar-barie.