Enrique de Villena, el primer traductor de la Eneida a cualquier lengua, fue también el primero que, en 1428, tradujo la Divina Comedia al castellano. Villena adaptó a Virgilio para Juan II de Navarra y a Dante para el marqués de Santillana. A un siglo de su escritura, la Divina Comedia era estudiada, analizada e imitada en España, alcanzando un magisterio literario en parangón a su trascendencia religiosa.
En su carta apostólica Resplandor de la Luz eterna, el Papa Francisco aúna el comentario de lo histórico, lo literario y lo espiritual, y hace una llamada a las instituciones académicas y asociaciones culturales para que difundan el mensaje de Dante más allá de escuelas y universidades. El Papa tiene razón, pero quizá sea optimista al no haber incluido a estas mismas aulas en su exhortación. En estos tiempos de sombras a los que él mismo alude, la corrosión del sistema educativo y la crisis de las humanidades, el desprecio al trabajo memorístico (indispensable para alimentar los procesos de conocimiento) y el rechazo a cualquier connotación religiosa hace que ningún estudiante conozca a Villena, pocos hayan leído a Íñigo López de Mendoza y se reduzca a Dante al adjetivo simplificador de dantesco. Me temo que es habitual confundir a Dante con lo espantoso, cuando el suyo es un trabajo que, como bien dice Francisco, conduce al amor y la esperanza.
Por venir de quien viene, por su oportunidad y claridad (objetivo que también lo fuese de Dante), Resplandor de la Luz eterna es motivo de regocijo para cuantos apostamos por el efecto vivificador de las artes y no solo por su vertiente crítica y denunciadora de atrocidades. Así, al recordarnos cómo Pablo VI apuesta por la belleza para endulzar a «la teología y la filosofía», nos hace pensar en el Aristóteles que considera a la poesía más filosófica que la historia porque esta dice cómo son los hombres y la primera cómo podrían ser. Dante, por tanto, nos haría contemplar al hombre histórico para mostrarnos el camino al ser ideal; promovería nuestra transformación o, parafraseando a Juan Pablo II, nuestra transhumanización.
Francisco nos habla de un Dante peregrino y exiliado con el deseo como motor para alcanzar la felicidad. Y añade que la libertad, el libre albedrío, no es el fin sino el don para alcanzar ese destino. En su tradición aristotélica y tomista, el hombre es dueño de sus actos y tiene la esperanza, si es guiado por la verdad, de elegir bien. Y la libertad no es una actividad solitaria, sino que tiene guías que conducen sin necesidad de condicionar. Virgilio y san Bernardo acompañan a Dante, como Horacio en su Poética nos habla de los maestros o Sidney lo repetirá usando la figura de Dédalo. Todos necesitamos a un Virgilio o a un Dédalo razonables, y además a una Beatriz o a una santa Lucía que nos emocionen y nos muestren la luz espiritual. Y sobre todo precisamos, como Francisco recuerda que hicieron Dante y san Francisco, que nos hablen en «la lengua del pueblo, que todos podían comprender». Por eso señala Lope de Vega que la obra «del célebre poeta Dante Alígero / llaman Comedia todos comúnmente, / y el Maneti en su prólogo lo siente»: lo que siente es que algunos no aprecien el estilo humilde con que está escrita.
Un traductor como Villena o un comentarista como Francisco nos ayudan a conocer y reconocer el humanismo esperanzado de Dante, nos incitan a imitarlo. La mímesis clásica no es copia, sino observación e inspiración. De ahí la llamada final del Papa a los artistas para dar «voz, rostro y corazón» a la poesía de Dante y se comuniquen «mensajes de paz, libertad y fraternidad». Si como docente me reconozco en el deseo de «comunicar con pasión el mensaje de Dante», como escritor he intentado sumarme a ello con Mundo Dante, y mostrar una Europa convertida en un infierno que, sin embargo, podría ser un paraíso para estos nuevos migrantes y exiliados, como Dante lo fuese a su vez. Y, como a veces parece que hacemos las actividades culturales a base de centenarios, quizá podríamos completar la lectura de Francisco con la de cuatro cuentos que Emilia Pardo Bazán publicase en 1891 y 1892: La Nochebuena en el infierno, La Nochebuena en el purgatorio, La Nochebuena en el limbo y La Nochebuena en el cielo. Y concluir, como este último cuento, con la tensión entre la realidad de un «recién nacido, moradito de frío, lloroso» y la luz de la imaginación que mal usada es capaz de cegar: «¡Luz y más luz!», que Dante no es únicamente oscuro.