Cuando todo parece oscuro
El periodista y editor Julio Llorente es el autor del ya tradicional cuento de Navidad de Alfa y Omega que, en esta ocasión, ilustra Belén Garrido
Te gusta pasear por la tarde, sobre todo en otoño y en invierno, a esa hora en la que el sol declinante hace virguerías con las cosas pero que todavía no puede llamarse crepúsculo. Te gusta caminar sin prisas, que los demás te miren desconcertados porque lo hagas. A veces sus miradas no son solo de desconcierto; también de reproche. «Deberías estar trabajando, haciendo algo productivo», te dicen sin despegar sus labios. Querrías responderles que tu trabajo es este: recrearte en las piruetas de las palomas, aguzar el oído hasta hacerlo insensible al estruendo de los coches y sensible a todos lo demás, abismarte en reflexiones que no podrías verbalizar sin ser tomado por loco. Querrías responderles que tu trabajo, aunque improductivo, es mucho más importante que cualquier otro.
Hoy también paseas, pero lo haces distinto. Estás cegado al esplendor de lo real; es como si una bruma se interpusiese entre tus ojos y la realidad circundante. Paseas inconscientemente, tus andares son un automatismo. El mundo ha perdido su densidad, es como de cartón pluma, tiene algo de trampantojo. En este momento tú solo sabes que sufres, nada más. Recuerdas a tu abuelo materno, que en paz descanse; recuerdas a tu abuelo paterno, que también. Tu mente vaga entre sombras, se entrega a la añoranza de todo lo que has perdido y no regresará. De vez en cuando recobras la conciencia y lo que ves tras la bruma te indigna. Un grupo de amigos ríe. Deberías festejarlo, reír con ellos, pero en sus carcajadas solo distingues frivolidad. ¿Acaso no saben que estás sufriendo? Te gustaría gritarles que pararan, que se apiadasen de ti. Su felicidad te enrabieta, igual que la de ese matrimonio que lleva a su hija de la mano a un lugar que imaginas acogedor: quizá a casa de los abuelos, quizá a algún centro comercial en el que un Papá Noel con barriga de papel y barba postiza esté saludando a los niños. Te preguntas por qué son tan dichosos, si acaso a ellos no les ha aguijoneado aún ese punzón que llamamos sufrimiento.
El frío te rescata de tus abismos; recuperas el sentido de la realidad. Son las siete de la tarde y el sol se ha escondido, ya no hace virguerías. Ahora es el esfuerzo del hombre lo que pugna estérilmente con las sombras: las farolas, la iluminación navideña, los neones de los comercios, los faros de los coches. Decides regresar, pero las ventanas ya iluminadas de las casas te entretienen. Tratas de adivinar la historia de quienes las habitan. Quizá hayan llorado recientemente la muerte de un familiar cercano, como tú, quizá sufran a un hijo díscolo, como tus tíos, quizá hayan perdido el poco dinero que tenían, como tu madre. No quieres confesarlo, pero te consuela pensar que hay alguien que siente el mismo dolor que tú. Te consuela tanto que por un momento lo deseas. Le deseas al mundo entero una suerte idéntica a la tuya.
Cuando llegas a casa, tu abuela te aborda ansiosa. Te reprocha algo, tal vez no haber cogido el teléfono, y te pregunta de dónde vienes. Te dice que te prepares, que tus tíos están a punto de llegar a cenar. Reaccionas mal; te suele ocurrir con ella. Hay algo de su actitud, de su conducta, que te irrita. Sabes, no obstante, que la culpa es tuya y no suya. Es como si un demonio se introdujese en tus entrañas y fuese poseyéndolas una a una hasta provocar una reacción en cadena, un estallido sincrónico. Por un instante sientes asco de ti mismo, pero remite pronto. Le respondes displicente que no se preocupe, que no vas a cenar en casa. Ella sobreactúa, como siempre que pronuncias improperios. Hace de tus desplantes un universo. Te dice que no la quieres, se hace la víctima, cree que así llamará tu atención. Desconoce que ya no puedes sentir piedad, que el dolor ha vacunado a tu alma contra ella.
Ignoras sus lamentos; sales de casa de nuevo. Si alguien te observase pensaría que deambulas, que vagas errático, pero en realidad tienes un destino. Llegas a un supermercado y saludas a Mamadou, el mendigo que siempre hace guardia en su puerta. Le preguntas cómo está y él te responde que muy bien, que la gente es más generosa en Nochebuena. No solo con el dinero, también con los saludos y las sonrisas. Hoy le dicen «buenas tardes» quienes normalmente lo evitan como si tuviese tifus. Mamadou está radiante; afirma que todos los días deberían ser Nochebuena. Tú asientes, pero sabes que entonces se perdería esa magia que solo la excepcionalidad engendra, que la gente no se comportaría así si todos los días fuesen Nochebuena, que ni esa fórmula ni ninguna otra valen para erradicar el mal. Si todos los días fuesen Nochebuena, piensas, habría que inventar uno que no lo fuese, uno en el que la gente pudiese sonreír, abrazar y brindar.
Te sientas con Mamadou y te pide que le cuentes una historia feliz, como haces habitualmente. A él, al contrario que a ti, le alegra la felicidad ajena; a veces parece suficiente para mitigar su dolor. Esta vez no has preparado nada, le dices, y tampoco estás de humor para improvisar. Insiste, pero no puedes complacerlo. De pronto recuerdas qué día es hoy y decides contarle la historia más luminosa que conoces: la historia de Belén, la del Espíritu que se encarna, la de la Eternidad que irrumpe en el tiempo, la del Dios que se hace vulnerable por amor. Pero tu relato parece la homilía de un cura descreído, la disertación de un teólogo que piensa mucho y ama poco, el discurso de un erudito que de tanto cavilar ha perdido la fe. Incómodo, te despides de Mamadou. Su compañía no te es grata hoy; está demasiado alegre. Tú buscas un cómplice, alguien que refocile contigo en la ciénaga del dolor.
Después de otro vagabundeo acabas entrando en una iglesia. No lo haces porque quieras; te tomarías gustoso una cerveza. Lo haces por descarte, porque los bares están cerrados y todos —también Cristina, el asidero al que te aferras cuando la tormenta arrecia— están cenando con sus familias. El templo está penumbroso; la tímida luz del sagrario y algunas velas dispersas desvelan la oscuridad, la hacen visible. En uno de los bancos un cura reza de rodillas. Supones que está concentrado, abstraído del mundo material, quizá cerca del trance místico, porque no vuelve la mirada hacia ti cuando entras. Te sientas lejos de él. Temes captar su atención, que concluya que eres un desgraciado que no tiene con quién pasar la noche. Te avergüenza estar ahí, solo, mientras los demás ríen y brindan. Quieres pasar desapercibido, consideras la posibilidad de echarte de nuevo a la calle. Pero ahí también serías un intruso, un forastero. En Nochebuena uno debe estar en casa, acaso con su familia, acaso llorando a escondidas su soledad.
Estás en la iglesia pero no hablas con Dios; ni siquiera para reprocharle algo, ni siquiera para echarle en cara tu sufrimiento. Uno solo pide cuentas cuando alberga la tenue esperanza de que el otro lo escuche. Tú incluso eso lo has perdido. Recuerdas las Navidades de antaño. Tu abuelo aún bendecía la mesa, tus padres estaban juntos, a ti no te habían diagnosticado una enfermedad degenerativa. Te dices que al diablo le bastan un puñado de reveses para arrebatarnos la gratitud, para infestar nuestra alma de rencor y rabia. Te indignan quienes proclaman que la vida es maravillosa; tu historia demuestra que es infernal. Sigues recordando el pasado, ahora entre lágrimas. Lo que más añoras de las Navidades de esa época no es la alegría, sino la esperanza. Entonces también había tristezas, pero nunca eran plenas: tenían un sentido, vivías con la convicción de que una providencia endereza la historia de cada hombre. Hoy también hay alegrías, incluso tú lo reconoces, pero se asientan siempre sobre un sustrato de desesperación. Eres dolorosamente consciente de que son efímeras, esquivas, de que se disipan como el humo que tratas de asir con tus manos.
El templo, que ya no está a oscuras, empieza a llenarse. Oyes cháchara y risas; te preguntas en qué abismo yace extraviada la sacralidad. Ya no eres un intruso, no te avergüenzas de estar ahí. Ahora hay otros como tú. Miras alrededor; quieres saber si hay alguien que esté solo, alguien que comparta tu destino: tres ancianas, un cuarentón. Imaginas cómo habrán pasado la noche, fantaseas. Estás inmerso en ese juego cuando la gente se levanta repentinamente, como accionada por un muelle; aquello te recuerda a los macabros payasos que están dentro de una caja y se precipitan sobre quien la abre. Un cura sube al presbiterio y pronuncia unas palabras que oyes como un rumor de fondo, lejano e ininteligible. Eres completamente ajeno al espectáculo que tiene lugar a tu alrededor, tu mente vuela en círculos. Solo recobras la conciencia durante el saludo de la paz; la niña que está a tu lado te ha tendido su manita.
Al final de la Misa los feligreses se acercan a besar a un niño Jesús metido en carnes como los angelotes. Mientras los observas inclinarse y erguirse, mientras te dices que hay algo cómico en ese ritual, se te concede atisbar la historia de la salvación de una sola vez. Caes en la cuenta de que el niño Dios nació para morir. Ves la infancia de Jesús, pero también la oración en el huerto. Ves la cruz, el dolor, la muerte, pero también el sepulcro vacío. Te preguntas si acaso tu vida no es una imagen de la vida de Cristo, o si la vida de Cristo una imagen de la tuya, o si quizás ambas cosas. Una mujer tropieza en el pasillo central y te distrae; concluyes de pronto que ya llevas demasiado tiempo ahí, expuesto al ridículo. Que tienes sueño y por eso piensas tonterías.
Sales de la iglesia igual que como entraste, pletórico de rencor. Podrías haberte quedado en la calle, deambulando, pateando piedras, figurándote qué vidas hay tras las ventanas. Te dices que has perdido el tiempo, eso crees. No eres consciente de que en las cavernosidades de tu alma, más allá de tus abismos, se ha encendido una lucecilla tenue, como de árbol de Navidad. Pugna con las sombras igual que las velas de la iglesia. Es un duelo injusto, por supuesto, desigual, naturalmente, pero no más que el de David y Goliat, no más que el del niño de Belén y todo el mal que entenebrece el mundo.
Ya en casa quieres dirigirte a tu habitación, pero una fuerza tira de ti, te arrastra hasta desviarte. Tu abuela duerme. Su rostro está húmedo, atravesado por los restos de un llanto reciente. Sabes que no puede sentir tu presencia, así que te inclinas para darle un beso y susurrarle un «te quiero» inaudible. No abre los ojos, pero te regala una sonrisa que reúne toda la belleza del universo en un segundo, una sonrisa que es exactamente como tú siempre has imaginado el paraíso.
Adentro, la lucecilla brilla a su antojo; ha sometido a las sombras.