Cuando muere un poeta
Ha muerto Leopoldo María Panero. Lo conocí primero leyéndole. Todos los poemas que nacieron de su mano fueron tan autobiográficos que parecían la exhumación permanente de su esquizofrenia. Estaba muy enfermo, de esas enfermedades peores que son las de la cabeza. Leopoldo no podía separarse del sufrimiento y gritaba que su vida era una vida póstuma, una noche que lo cubría todo. Y decía que ya estaba muerto, aunque fingía moverse.
Le conocí de cerca hace poco, el año pasado, durante la Feria del Libro de Madrid. Estaba resguardado detrás del mostrador de una caseta, y le propuse una entrevista callejera, así, improvisada, una conversación relajada para hablar de la inspiración y de los libros. Me miró como si lo hiciera desde muy lejos y no me dijo ni que sí ni que no; tuvimos una conversación ambigua y me fui con lástima.
Era hijo del famoso poeta Leopoldo Panero, del que todos llevamos en la frente su hermosísimo poema dedicado a Dios o, mejor, al corazón que busca a Dios y quiere pronunciar su nombre, «cada latido/ otra vez es más dulce, y otra y otra;/ otra vez ciegamente desde dentro/ va a pronunciar Su nombre./ Y otra vez se ensombrece el pensamiento,/ y la voz no le encuentra./ Dentro del pecho está./ Tus hijos somos,/ aunque jamás sepamos/ decirte la palabra exacta y Tuya».
Leopoldo, el padre, fue uno de los grandes de la generación de posguerra. Iba con frecuencia al café Lyon, donde se encontraba con sus amigos, otros poetas mayúsculos, Luis Felipe Vivanco, Gerardo Diego y Manuel Machado.
En nuestro país ha sido maltratado con el desdén de la indiferencia, que dice: Buah, un poeta más del Régimen. Los poetas no tienen más arrimo político que el que les dicta la conciencia, y su conciencia le condujo hacia Dios como interlocutor absoluto de su arte. No hay más que entrar en su poemario, Escrito a cada instante, para advertir su finísima calidad y reconocerle un puesto de privilegio en la memoria de nuestras letras. No sé si hay un gen que Dios coloca en algún cubículo del alma, que traspasa generaciones y forma cuadrilla de poetas. Pero el gran Leopoldo engendró tres hijos, y dos de ellos fueron poetas. Uno se marchó el año pasado, el otro acaba de morir. Cuando muere un poeta, siempre nos deja retazos del alma. Leopoldo María nos ha enseñado cuánto dolor soporta un hombre sin morirse.