Cuando mi hijo me pega
¿Cómo hacer frente al problema de la violencia de los adolescentes? El Grupo intereclesial Infancia y adolescencia en riesgo presentó el martes en el Salón de Actos de Alfa y Omega un documento con claves para atajarlo
«Un día la pagué con mi madre. Iba muy nervioso y la traté con violencia. No supe controlarme. Aquí en el proyecto he aprendido a controlarme, a tener obligaciones, y a no levantarme tan tarde, por ejemplo. Me han enseñado que con la violencia no se llega a ningún lado y los conflictos los resuelvo ahora hablando». Pablo (nombre ficticio) habla atropelladamente. A sus 19 años está aprendiendo de mano de sus educadores a controlar sus impulsos y a dejar de lado la violencia a la hora de resolver todos los conflictos que se le presentan en el día a día.
Su caso no es excepcional. En el año 2016, los menores condenados en España por sentencia firme fueron casi 13.000, casi 10.000 de ellos por robos y lesiones, y la mayor parte por actos relacionados con la violencia, buena parte de ella en el seno familiar. Los datos muestran una tendencia a la baja con respecto a otros años, pero este problema sigue siendo fuente de preocupación social y destino de la actividad de muchas personas e instituciones de Iglesia.
Entre ellas está Irene Gallego, psicóloga del proyecto Conviviendo, de la Fundación Amigó, un servicio gratuito de prevención e intervención psicoeducativa para familias en conflicto con sus hijos, que cada año atiende a más de cien personas. Además de asesoramiento ambulatorio para familias y charlas de prevención en colegios, el proyecto también es responsable de un Grupo de Convivencia para adolescentes mayores de 14 años que han incurrido en agresiones hacia sus familiares cumplen la medida impuesta por los juzgados de menores de la Comunidad de Madrid.
«La familia se está convirtiendo es un entorno cada vez más violento –asegura Irene Gallego–. De hecho, la mayoría de las conductas violentas que se producen en España tienen lugar en el seno de la familia. Lo que pasa es que es algo que se tiende a ocultar, porque si no se frena tiende a aumentar; más rápida o más lentamente, pero aumentará. Suele comenzar en la infancia, porque todos los niños atraviesan una etapa pegona, pero si no se les enseña a controlar sus impulsos, eso irá creciendo. Y solo sale a la luz cuando alguien explota porque ya no puede más».
Aunque las familias en las que se suceden los episodios de violencia son muy heterogéneas y pertenecen a todas las clases sociales, Irene identifica algunos rasgos comunes, como la incoherencia de criterio entre los padres, la permisividad hacia las acciones de los hijos, la falta de límites y la falta de afecto, la desmotivación en el ámbito escolar, la ausencia de hábitos de trabajo y de ocio, una comunicación muy negativa, e incluso agresiva…
¿Cómo se sale de esta situación y se vuelve a la normalidad? «Lo primero es buscar motivaciones y adquirir hábitos de trabajo o de estudio», dice la experta, pero lo principal es «un compromiso claro por parte de todos los miembros de la familia. Hay que recuperar el vínculo entre todos y los padres deben empoderarse y dejar claras las consecuencias de los actos de los hijos».
En el trabajo con los menores, «cuando uno mismo reconoce que es violento, eso es un punto grande para poder avanzar. Poco a poco van interiorizando que te puedes poner nervioso, pero no tienes por qué llegar a ponerte violento», añade.
La violencia ambiental
Irene Gallego participó el martes en la presentación del documento La violencia en la adolescencia. Juntos educamos, que ha desarrollado el Grupo intereclesial Infancia y adolescencia en riesgo –formado por Cáritas, Confer y la Comisión Episcopal de Migraciones– con las aportaciones de diversos profesionales y actores del proceso de recuperación de los menores que tienen problemas con la violencia.
Uno de ellos es el amigoniano Félix Martínez, capellán de dos centros de menores en Madrid: El Laurel, que atiende a menores con problemas de violencia filioparental, y El Lavadero, donde viven menores con problemas más relacionados con la delincuencia común.
Para Martínez, el problema de la violencia no es algo exclusivo de la familia, sino que se respira todos los días en el ambiente: «hay una frustración social general, que se observa por ejemplo en las dinámicas de enfrentamiento entre partidos políticos, en el deporte, los debates de televisión… Vivimos en el inmediatismo: lo queremos todo y lo queremos ya, y eso genera violencia también. En nuestra sociedad hay una violencia explícita y también con una considerable violencia implícita».
Los jóvenes, así, beben de este ambiente y sufren también otros condicionantes como «la frustración de las expectativas laborales: hay jóvenes que quieren trabajar y no pueden, o tienen que salir de su ámbito para poder hacerlo, o trabajan por un salario que no les llega ni para cubrir las necesidades básicas… Y luego está el consumismo que llena el ambiente, y que les lleva a desear el último móvil o el último videojuego. Asimismo, muy propio de los menores es el tema de las pandillas y su dinámica de violencia hacia fuera pero también hacia dentro».
Por todo ello, «como Iglesia, creo que podemos ofrecer unos valores espirituales y trascendentales que sirven como herramienta preventiva de la violencia, y que favorecen la paz interior tan necesaria para la estabilidad en la familia», concluye Martínez.
Hace ya varios años circulaba por Madrid un chico que traía de cabeza a la Policía. Adicto a la heroína, delinquía y robaba para costear su adicción, y no dudaba de atracar a cualquiera en plena calle y con lo robado ir a pincharse su droga. Lo que pocos conocen es que ese chico no se podía dormir sin coger la mano del sacerdote que le acogía en su casa.
«Recuerdo bien a ese chico –rememora hoy Enrique de Castro, el cura de Entrevías protagonista de esta historia–. Para poder pasar el mono me seguía a todas partes. Yo por entonces me ganaba el dinero como pintor de brocha gorda y él me acompañaba. Fuimos unos días a pintar la casa de mi hermana y un día al llegar a casa me lo encuentro haciendo las maletas: “¿Te vas? ¿Qué ha pasado?”, le dije. “Cuando te diga lo que he hecho no me vas a querer ni mirar a la cara”, respondió mirando al suelo. Entonces me lo confesó: “Le he robado a tu hermana un peluco colorao [un reloj de oro]”. Se lo había gastado en heroína. “¿Y cuándo he echado yo a alguien de mi casa? –le dije–. Anda, vamos a ponernos a trabajar y a intentar recuperar el dinero del reloj”». Para De Castro, «ese fue el momento en que yo vi que podía cambiar, porque ese chico no conocía el cariño».
La intemperie afectiva con la que había crecido este chico hacía que, una vez en la seguridad de su habitación, «se acariciara la cara con una sábana para adormilarse, y tenía peluches en su cama. En la calle era un valiente, y desde niño su padre le había obligado a robar, se buscaba la vida para sobrevivir y estaba enganchado a la droga, pero en el fondo tenía miedo y tenía una gran pobreza de cariño».
Una de las inquietudes de aquel chico era la muerte, porque en aquellos años «cada dos o tres días moría uno de sus amigos, por sobredosis, por sida, por la violencia… Quizá por eso me decía: “Enrique, cuéntame otra vez lo de la resurrección”». Falleció con veintipocos años, «cerca de otras personas, habiendo descubierto el cariño, la amistad, el abrazo…», cuenta el sacerdote.
Por Castro, «la distancia óptima, esa que tratan de inculcar ahora a los profesionales en los centros de acogida de menores, es la del abrazo, el que se sientan queridos. Es lo mínimo que les podemos dar».