«Aprovecho mi venida a España para devolverles el dinero sobrante –400 mil pesetas–, pues seguro que ha faltado dinero para otros proyectos»: lo decía, hace ya unos 20 años, en la Delegación de Madrid de Manos Unidas, una misionera que regresaba tras largos años en África, y que había recibido, el año anterior, un millón de pesetas para un proyecto agropecuario que, gracias a la implicación de muchos hombres y mujeres de aquella zona, fieles seguidores de la ejemplar misionera, había tenido ese superávit. Testimonio precioso de lo que, años después, diría el Papa Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate, mostrando que, si «antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que, sin la gratuidad, no se alcanza ni siquiera la justicia». Así de esencial y decisiva es la gratuidad, es decir, el amor: origen, corazón y meta de la Iglesia.
«La Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder a él con todas sus fuerzas»: estas palabras, de la Instrucción Libertatis nuntius, de 1984, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que sin duda son la razón de ser y están en el corazón mismo de Manos Unidas, las recuerda el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii gaudium, tras afirmar que, «de nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad». Y el Papa añade que «esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo».
Así lo hicieron las primeras mujeres de la Acción Católica que dieron comienzo en España a Manos Unidas con la Campaña contra el Hambre en el mundo, y así lo siguen haciendo, con renovado vigor evangélico, cuantos componen hoy la gran familia que es esta asociación de la Iglesia católica en España.
Escuchar el clamor de los pobres y socorrerlo: no podía describirse mejor la tarea de Manos Unidas, que en definitiva es la tarea de la Iglesia, pues el clamor de los pobres va más allá de su grito de hambre material, llega hasta su necesidad más honda, aquella que ha venido a saciar Jesús, ¡la de ser evangelizados! Lo dice muy claro, en Evangelii gaudium, el Papa Francisco: «Quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres –concluye– debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria». Es la atención de la Iglesia viva, en sus misioneros, en Manos Unidas, que precisamente porque nace de la fe y del amor de Cristo, fluye saciando el hambre y la sed materiales, y llevando a cabo obras educativas, agropecuarias y de todo tipo, para hacer un mundo a la medida de esa dignidad del hombre, ¡imagen misma de Dios!, que, justamente, nos descubre la fe. Sin ella, sin el amor que fluye de ella, ni siquiera podrían imaginarse las obras, y la permanencia en casi ya seis décadas, de Manos Unidas.
«La palabra solidaridad –recuerda también el Papa en Evangelii gaudium, es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad. Supone –como bien se ve en Manos Unidas– crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos». Es la mentalidad cristiana, que sabe de la eficacia, hasta económica, de la gratuidad, y del fracaso de la adoración al dinero: buena prueba de ello es el testimonio que abre este comentario, como lo es igualmente de lo que dijo san Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio, de 1990: «El desarrollo de un pueblo no deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica. La Iglesia educa las conciencias». No es su misión ofrecer soluciones técnicas a los problemas económicos y sociales, pero iluminando la conciencia las facilita admirablemente. De ahí, la eficacia de los proyectos de Manos Unidas. Pocos, como esta asociación de la Iglesia católica, están haciendo vida esta lúcida indicación del santo Papa en su encíclica Centesimus annus, de 1991: «No puedo limitarme a recordar el deber de la caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio superfluo y, a veces, incluso con lo propio necesario, para dar al pobre lo indispensable para vivir. Me refiero al hecho de que también la opción de invertir en un lugar y no en otro, en un sector productivo en vez de otro, es siempre una opción moral y cultural». Exactamente, la que fluye del amor.