«La Cruz sobre el Calvario, por medio de la cual Jesucristo deja este mundo, es al mismo tiempo una nueva manifestación de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca de nuevo en Él a la Humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces santo Espíritu de verdad. El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada»: así decía Juan Pablo II en su primera encíclica, Redemptor hominis, de 1979. Y añadía que «esta revelación del amor es definida también misericordia, y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo». Pues bien, es en Él, y sólo en Él, en Quien Karol Wojtyla tuvo siempre puesta su mirada, y su vida entera, y justamente por eso se llenaba de estupor ante el hombre, ante todo hombre: «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor, si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que él, el hombre, no muera sino que tenga la vida eterna! En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo».
No era una novedad esta confesión de amor al hombre en el Papa llamado de un país lejano. Sus últimas palabras en la homilía de inicio del pontificado, que le estallaban, incontenibles, desde lo más hondo del corazón, ya lo traslucían: «Me dirijo a todos los hombres, a cada uno de los hombres, (¡y con qué veneración el apóstol de Cristo debe pronunciar esta palabra: hombre!)» No hay que explicarlo. El encuentro con Cristo, ¡eso exactamente es el cristianismo!, desvela el misterio del hombre y de la vida, llenándolo de luz. No podía, el Papa de la Divina Misericordia, dejar de abrazar al hombre, ¡a cada uno de los hombres!, con toda la potencia de quien llenaba su vida entera, ¡Jesucristo!, a cuya llamada: Sígueme, no dejó de responder ni un instante con todo su ser. En la Misa de sus exequias, quien iba a ser su sucesor trabaría la homilía, precisamente, con este leitmotiv, la misma llamada del Señor resucitado a Pedro, el «discípulo elegido para apacentar a sus ovejas». Comenzaba así el cardenal Ratzinger: «Sígueme, esta palabra lapidaria de Cristo puede considerarse la llave para comprender el mensaje que viene de la vida de nuestro llorado y amado Papa Juan Pablo II». ¡Y vaya si lo siguió!
Desde el primer momento. Siendo «un joven estudiante, Karol Wojtyla era un entusiasta de la literatura, del teatro, de la poesía. Trabajando en una fábrica química, circundado y amenazado por el terror nazi, escuchó la voz del Señor: ¡Sígueme!» Y recuerda el cardenal Ratzinger cómo el propio Karol Wojtyla interpreta su sacerdocio a partir de tres palabras del Señor: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. ¡Y cómo fue «a todos los lugares, incansablemente», llevando un fruto que vemos todos hasta qué punto permanece! La segunda palabra: El buen pastor da la vida por sus ovejas, sin duda la vivió «hasta el final, porque ofreció su vida a Dios por sus ovejas y por la entera familia humana, en una entrega cotidiana al servicio de la Iglesia, y sobre todo en las duras pruebas de los últimos meses». Y la tercera: Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor, en él se hizo carne hasta el fondo de su alma.
En aquella homilía de la Misa de exequias, el Sígueme llegó hasta el final. Como a Pedro, «junto al mandato de apacentar su rebaño», a su sucesor Cristo también le pidió su martirio. Juan Pablo II lo sabía desde el inicio de su pontificado: «El nuevo obispo de Roma comienza hoy solemnemente su ministerio y la misión de Pedro. En esta ciudad desplegó y cumplió la misión que le había confiado el Señor», y el nuevo Papa evocó las palabras de Jesús a Pedro: «Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas adonde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Ante su féretro, las volvía a recordar el que iba a ser su sucesor, con la consiguiente explicación: «En el primer período de su pontificado el Santo Padre, todavía joven y repleto de fuerzas, bajo la guía de Cristo fue hasta los confines del mundo. Pero después compartió cada vez más los sufrimientos de Cristo, comprendió cada vez mejor la verdad de las palabras: Otro te ceñirá… Y precisamente en esta comunión con el Señor que sufre anunció el Evangelio infatigablemente y, con renovada intensidad, el misterio del amor hasta el fin». Amor a Cristo, y amor al hombre.
Lo dejó bien claro al iniciar su pontificado: «¡No temáis! ¡Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, la civilización y el desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce!… ¡Sólo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!».