Cristo, todo y en todos - Alfa y Omega

Cristo, todo y en todos

Alfa y Omega

«Jesús es el centro de la fe cristiana.., es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización…, es el principal artífice de la evangelización en el mundo»: en estas reiteradas afirmaciones de Benedicto XVI está, sin duda, el leitmotiv de su homilía de apertura del Año de la fe, palabra que ilumina la vida, pues eso, justamente, es la fe en Cristo: Luz del mundo, la Roca firme sobre la que apoyar la vida —en la Biblia creer (en hebreo, amén) significa literalmente estar apoyado—. Así lo decíamos ya en el primer número del mismo inicio de nuestro semanario, hace ya dieciocho años, el 9 de octubre de 1994, al explicar el porqué de Alfa y Omega, el nombre de Cristo, principio y fin de todo y de todos, en la cabecera de una publicación católica: sencillamente, significa «que la persona de Jesucristo, resucitado y vivo para siempre, y presente en la Iglesia, es el fundamento, la roca sobre la que se puede edificar una humanidad verdadera, y que Jesucristo tiene que ver con todo en la vida, porque tiene que ver con el significado de la vida. Más exactamente, porque es el significado y la esperanza de la vida». Y por eso el Sínodo de la nueva evangelización, que está teniendo lugar en Roma, no es una cosa de los obispos; ¡afecta a toda la Iglesia, a todos los hombres!

El pasado día 11, 50 aniversario del inicio del Vaticano II, lo explicaba el Papa, de modo bien gráfico, con los signos de la celebración evocadores del Concilio —procesión de entrada como hicieron los Padres conciliares; Evangeliario copia del utilizado entonces; entrega al final de la Misa, antes de la bendición, de los siete Mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia católica—, que «no son meros recordatorios: nos ofrecen la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres». De modo más gráfico aún lo decía con la mitra elegida para la celebración, que ilustra este comentario.

Es el mismo leitmotiv de todo en la Iglesia desde su nacimiento: «Nunca entre vosotros —dice san Pablo a los corintios— me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo». Quedó bien claro en el gran Jubileo del año 2000, plasmado en la Declaración Dominus Iesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, firmada por su prefecto, el entonces cardenal Ratzinger, y confirmada por el Papa Juan Pablo II, ordenando su publicación: «Debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en Él su plenitud y su centro». Ya Benedicto XVI, el pasado jueves, lo subrayaba sin fisuras: «El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio del Siervo de Dios Pablo VI, que convocó un Año de la fe en 1967, hasta el gran Jubileo del 2000, con el que el Beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la Humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la Historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana».

No es casualidad que las primeras palabras de la primera encíclica de Juan Pablo II sean éstas: «El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la Historia. A Él se vuelven mi pensamiento y mi corazón en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana contemporánea».

Con no menos fuerza y claridad es preciso volver hoy a Él el pensamiento y el corazón. «Los Padres conciliares -ha recordado su sucesor- estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas de la fe, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad. Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años». Sin duda, «ha aumentado la desertificación espiritual. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir»: ¡Jesucristo! «Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él». Con estas palabras de san Pablo a los colosenses concluye el Papa su homilía. Unas líneas más arriba, el mismo Apóstol hace el más exacto resumen de la homilía de Benedicto XVI, y en definitiva de lo que ha de ser el Año de la fe, y todos los años hasta la plenitud de la vida eterna: Que Cristo sea todo y en todos.