Cristo: fe y vida inseparables - Alfa y Omega

Cristo: fe y vida inseparables

Alfa y Omega
La incredulidad de santo Tomás. Maestro del siglo XIV, Subiaco.

«Es necesario volver a Dios para que el hombre vuelva a ser hombre»: lo dijo Benedicto XVI, en la Plaza de la Virgen, de Loreto, el pasado 4 de octubre, en el 50 aniversario del mismo viaje que hizo el Beato Papa Juan XXIII para encomendar a la Virgen María el Concilio Vaticano II, de cuyo inicio se cumplen hoy exactamente 50 años. Siguiendo los pasos de su antecesor en la sede de Pedro, Benedicto XVI ha querido también poner en manos de la intercesión de la Virgen el Año de la fe que hoy comienza, no para recordar sin más un acontecimiento importante del pasado, sino para poner delante de toda la Iglesia y de todos los hombres la auténtica importancia del Concilio, en definitiva de Cristo mismo, de la fe verdadera, para que, justamente, el hombre vuelva a ser hombre, porque, «sin Dios —decía el Papa en Loreto el jueves pasado—, el hombre termina por hacer prevalecer su propio egoísmo sobre la solidaridad y el amor, las cosas materiales sobre los valores, el tener sobre el ser», y al final hasta las cosas y el tener se derrumban. ¿Acaso no lo está diciendo a gritos la crisis pavorosa que estamos viviendo, de la economía y de la política, y antes aún del matrimonio y de la familia, y de todo lo humano, porque, precisamente, es una crisis de la fe? «En la crisis actual —concretaba Benedicto XVI—, que afecta no sólo a la economía, sino a varios sectores de la sociedad, la Encarnación del Hijo de Dios nos dice lo importante que es el hombre para Dios y Dios para el hombre», lo importante, lo vital y decisiva que es la fe, porque solamente «con Dios no desaparece el horizonte de la esperanza incluso en los momentos difíciles». Más aún, «el hombre vuelve a ser hombre» en toda su plenitud.

En la Carta Porta fidei, convocando al Año de la fe, el Papa lo decía con su habitual claridad y belleza, con palabras de la homilía del inicio de su pontificado: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida». Y en Loreto evocó las palabras con las que allí mismo, 50 años antes, Juan XXIII señalaba la finalidad del Concilio invitando «a reflexionar sobre aquella conjunción del cielo y la tierra que fue el objetivo de la Encarnación y de la Redención», y no otro distinto era el del Vaticano II: «Extender cada vez más el rayo bienhechor de la encarnación y redención de Cristo en todas las formas de la vida social». A lo que Benedicto XVI añade: «Ésta es una invitación que resuena hoy con particular fuerza».

Lo explicó con detalle en su homilía del pasado domingo, al inaugurar el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización. Las lecturas de la liturgia «nos ofrecen —dijo el Papa— dos puntos de reflexión: el primero sobre el matrimonio, que retomaré más adelante; el segundo sobre Jesucristo, que abordo a continuación». Así había de ser: lo primero, lo indispensable, realmente lo único, es Cristo —sin Él, todo se derrumba; con Él, lo tenemos todo—, y por eso «la evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central y último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios», y sólo ha de buscar «un nuevo encuentro con Él, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia, para favorecer el redescubrimiento de la fe». El mismo Concilio, en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, no dudó en afirmar que «el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época». En el matrimonio, punto de reflexión, como todas las demás realidades de la vida, a tratar más adelante, pues sin Cristo permanecen a oscuras, lo vemos con toda claridad: «El matrimonio, precisamente en las regiones de antigua evangelización, atraviesa una profunda crisis. Y no es casual. El matrimonio está unido a la fe, no en un sentido genérico. Hay una evidente correspondencia entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio», y en el fondo la de todo lo humano.

No en vano, en Porta fidei, a la grave crisis que padecemos, Benedicto XVI la llama sin ambages crisis de fe. Nunca debe darse por supuesta. Como nunca debe darse por supuesto el amor en el matrimonio: es la señal de que ha desaparecido. «Sucede hoy con frecuencia —dice también el Papa— que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado», y con su negación, al final, queda negado todo lo humano.

Hoy celebramos también un magno aniversario, se cumplen 20 años del Catecismo de la Iglesia católica, fruto espléndido del Vaticano II, para que, fija en él la mirada, nunca demos por supuesta la fe. «No por casualidad —recuerda Benedicto XVI en Porta fidei—, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo», el contenido de la fe, lo que tenemos en el Catecismo; y en un sermón sobre la entrega del credo así lo recuerda san Agustín: «Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón». Sencillamente, porque la fe, Cristo mismo, y la vida son inseparables.