Fue un día afortunado para la Iglesia cuando el Papa Juan Pablo II nombró en 1982 prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe al entonces arzobispo de Múnich. El cardenal Joseph Ratzinger dirigió este importantísimo dicasterio de la Curia romana hasta que él mismo fue elegido pastor supremo y maestro de la cristiandad en 2005.
Joseph Ratzinger era, desde hacía tiempo, un teólogo de renombre mundial, cuya brillante Introducción al cristianismo ha sido traducida a numerosos idiomas. Cabe mencionar sus aportaciones pioneras como consultor del cardenal Frings de Colonia a las constituciones dogmáticas del Concilio Vaticano II sobre la divina revelación y sobre la Iglesia. La correcta interpretación de la enseñanza del Concilio frente a la apelación falsificadora a un autofabricado supuesto espíritu del Concilio fue el principal mandato de su labor como prefecto de Doctrina de la Fe. Por ejemplo, con las declaraciones sobre la sacramentalidad del sacerdocio en relación con la verdad revelada de que solo un varón bautizado puede recibir válidamente el sacramento de la ordenación (obispo, presbítero, diácono).
Muy importante es también la declaración Dominus Iesus sobre la unicidad de Cristo como salvador y de su Iglesia como único sacramento de la salvación del mundo, que se realiza plena e institucionalmente en la Iglesia católica. Los dos textos sobre la teología de la liberación en Latinoamérica, elaborados a raíz de la Gaudium et spes, son también de alto rango en la historia de la teología. Se afirma el intento de profundizar cristológicamente en la doctrina social de la Iglesia. Se niega el error de conciliar el cristianismo con la filosofía marxista. El comunismo no solo fue, en la práctica, el mayor crimen contra la humanidad. Más bien es la antropología atea la que inevitablemente provocó la destrucción del ser humano, del mismo modo que el transhumanismo es ahora una negación devastadora de la imagen de Dios y de la dignidad personal del ser humano. Al igual que el comunismo y el fascismo, sus raíces son profundamente ateas.
En la lucha contra el relativismo agnóstico Joseph Ratzinger, como prefecto de Doctrina de la Fe y en su pontificado, subrayó siempre que la antítesis de la verdad es la falsedad. No hay que dejarse engañar por la promesa de que la renuncia a afirmar la verdad de Jesucristo conduce a la tolerancia de la diversidad de verdades subjetivas. Más bien conduce a la dictadura del relativismo. Lo vemos en el brutal dominio del libertinaje dominante en el mundo occidental y en el inhumano control absoluto del pensamiento y el comportamiento en las dictaduras asiáticas. Para nosotros, la Palabra de Cristo, el único Salvador del mundo, es «conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». La verdad es más que el conocimiento de un hecho. Una y otra vez, el Papa Benedicto nos ha recordado la comprensión más profunda de la fe cristiana: la verdad es la persona de Cristo, que dice de sí mismo: «Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida». La fe es la participación en el conocimiento mutuo del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Y esta fe se realiza en la esperanza y el amor cuando vivimos una vida de seguimiento de Cristo hasta conformarnos con Él en su cruz y resurrección.
En su trilogía Jesús de Nazaret, Joseph Ratzinger ha resumido y sintetizado, por así decirlo, toda la obra teológica y filosófica de su vida. Se trata del encuentro con la persona de Cristo, Hijo del Padre. Tomó carne de la Virgen María y está entre nosotros como Señor terrenal siempre y excelso en su verdadera humanidad.
En este contexto, cabe mencionar todas sus importantes aportaciones a la liturgia, que son, por así decirlo, una continuación de las ideas de Guardini sobre el espíritu y la esencia de la misma. Esto demuestra que el cristianismo no es una religión profesoral, sino una comunión viva de vida con el Dios Trino en adoración, alabanza, acción de gracias, petición y expiación como solicitud de reconciliación con Dios y con el hombre.
La colaboración del Papa Juan Pablo II y del prefecto de la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, fue una gran bendición para la Iglesia y debería servir de modelo para la relación entre el dicasterio más importante de la Curia romana y el Sucesor de Pedro. Pues el Papa es el principio y fundamento permanente de la Iglesia en la verdad de la fe y en la comunión de todos los obispos y creyentes, porque en él toda la Iglesia vuelve su mirada a Jesús y confiesa: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». E indisolublemente unida a ella está la promesa a Pedro y a sus sucesores en Roma: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos».
El cristiano sencillo Joseph Ratzinger y, al mismo, tiempo el brillante teólogo, cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y finalmente Vicario de Cristo en la misión del Romano Pontífice, sirvió a esta promesa de Cristo como ningún otro en nuestra época, con sus grandes talentos y con el poder de la gracia de Dios, a la que siempre se encomendó.