Cristianismo y crisis europea - Alfa y Omega

Un notable intelectual, Jean-Marie Rouart, acaba de abrir un interesante debate en Francia al proclamar que el laicismo republicano es incapaz de frenar el avance del islamismo, tarea que, según él, solo el cristianismo puede llevar a cabo. Por eso la reflexión de Rouart es necesariamente amarga al constatar que la cultura cristiana ya no juega un papel de alma y cohesión de la sociedad francesa.

En el análisis de este académico no faltan apreciaciones correctas, pero le domina una nostalgia estéril y, sobre todo, una incomprensión de fondo sobre la naturaleza de la fe cristiana. La mera afirmación del rígido laicismo francés no frenará el deterioro de una democracia asaltada no solo por el islam político, sino por la carcoma del nihilismo. La pérdida de influencia cultural y política del cristianismo es una pérdida para nuestra ciudad común que, a veces, muestra tics suicidas.

Pero la vocación esencial de la Iglesia no es ser «la arquitectura del poder, del pensamiento y del arte» de cualquier sociedad. Su razón de ser es hacer presente a Cristo resucitado, el único que responde a los deseos del corazón humano. Ciertamente, quienes acogen la fe sin reducciones comprenden sus implicaciones culturales y las intentan desarrollar en cada contexto. En algunos casos ese desarrollo da lugar a una potencia cultural que llega a tener consecuencias en el ámbito de las costumbres sociales, del derecho y de la política. Es legítimo desear que eso suceda, pero solo será posible si hay personas que viven y comunican la fe, y si el conjunto de una sociedad plural se reconoce mayoritariamente en los valores que de ahí derivan.

La debilidad de la Iglesia en Occidente no es la que denuncia agriamente Rouart: haber abandonado el latín y la música sacra, y haber trocado la defensa de la verdad por la misericordia. Más bien consiste en no vivir suficientemente de la fe. A él le atormenta la imagen del padre Hamel, asesinado por dos yihadistas en su parroquia de Normandía, como la imagen de una Iglesia inútil y postrada. Está claro que esa no es la única imagen de la Iglesia, pero sí es esencial e imprescindible, porque nos muestra la raíz de la fe, desde la que todo puede recomenzar.