Se ha puesto de moda hablar de la moda del cristianismo. Esta, como toda redundancia, corre el riesgo de parecerse a esa voz fantasmagórica que es el eco. Debemos hablar bajo para evitar la reverberación.
Por un lado, aparecen los entusiastas de este renacimiento. Muchos se agarran a un clavo ardiendo, ansiosos de salir del armario. Como si lo religioso no lo inundase ya todo, incluso a sus contrincantes (¡«todo es vuestro»!). Parecen aquellos niños marginados de la clase el día que el niño popular les permitió existir.
Por otro lado, se apunta en la dirección contraria: pese a la valoración positiva de algunos signos culturales, les resulta absurdo hablar de una moda cristiana. Se trataría de un reflotamiento puramente religioso, pero no católico. Entre otras cosas, porque lo católico debe estar siempre pasado de moda. Como si lo cristiano debiese conservarse congelado en el cielo, sin capacidad de expresarse de forma fascinante en la tierra. Como si su verdad fuera tan honda que nunca pudiera alcanzar la superficie sin pervertirse. Esta actitud recuerda al niño empollón de clase, tan satisfecho de su propia verdad que la guarda para sí. No es así siempre; pero es la tendencia que suele generar el cierre de lo cristiano sobre la pureza de su prístina verdad.
No pretendo yo ahora resolver la tensión de la corriente. Quiero ir más allá, o mejor, más acá de la disputa entre progresismo y tradicionalismo. Porque lo urgente no está en el reconocimiento y sanción del fenómeno, sino en la forma específica de esta moda de nuestro tiempo, que nada tiene que ver con otras tendencias cristianas del pasado.

Dos hechos fundamentales han levantado la perdiz: el disco de Rosalía y la película de Los domingos. Creo yo también que ninguno de los dos constituye una expresión cristiana, sino puramente religiosa.
Esto no les quita valor. De Rosalía ya he dejado clara mi valoración positiva. Creo que resulta fácil distinguir una voz de búsqueda humana sincera en el batiburrillo panreligioso que gasta. Pero no habla de Dios, sino de la sed de Él. Dios no aparece sino como un enorme vacío que tiene la cantante en su interior. Brilla su ausencia en el reflejo de Rosalía. En numerosas entrevistas lo ha confirmado: «No es la era de la certeza, de la fe, de la verdad, quizá es más necesario que nunca una fe, una certeza una verdad, la que sea».
De Los domingos no he escrito aún. Pero, para no desviarme, me limitaré a alabar su paradójico realismo. En un principio, la película produjo en mí un enfado: ¿cómo dejan entrar al convento a esta niña de esa manera? Porque en ningún momento expresa más motivo que el enamoramiento de Dios. ¡A nadie le aconsejaríamos que se casase por el mero hecho de estar enamorado! ¿Y cómo se tratan sus propias contradicciones? Ninguna de las personas que le acompañan saca a flote y encara las dudas de Ainara. Hay personajes a favor y en contra de su entrada en el convento, pero nadie que vele por una madurez suficiente en la decisión. Les basta con que sea su decisión.
Mi disgusto se agravó con el aplauso generalizado. Pero, gracias a ello, pude caer en la cuenta: la película ha triunfado porque su falta de realismo, paradójicamente, constituye el punto fuerte en la descripción real de los hechos; pues, de facto, en no pocos casos los cristianos toman así sus decisiones. La película, que no es católica —como ha advertido García-Máiquez—, sin embargo, resulta una aproximadísima descripción de la praxis eclesial. De ahí el entusiasmo generalizado: como narcisos, a muchos les basta con verse espejados; porque también ya para los cristianos, la seguridad proviene del reconocimiento, y no del realismo y de la razonabilidad del hecho.

El problema no es la moda. Lo cristiano ya tuvo un especial auge cultural durante toda la Edad Media. Pero con independencia de la superficialidad o profundidad de sus artistas, siempre apuntó más allá de sí. No ocurre así con el fenómeno actual.
Como han señalado Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, estamos ante La nueva era del kitsch. No se trata de una propensión social homogénea, sino de una tendencia a la heterogeneidad individual absoluta. La tendencia kitsch consiste en el paroxismo de la autenticidad, donde cada uno construye su sentido con pedazos mezclados de lo que se encuentra. Se imita, sí, pero a muchos a la vez. Porque cuanto más particularizado es el collage más siente cada uno su verdad.
Ahí lo cristiano es efectivo. Su poderosa estética sirve a la diferenciación. Su moral particulariza hasta el escándalo social. Su mística penetra hasta la frontera de alma y espíritu. Y con todo ello se pueden hacer buenas versiones kitsch, donde nos vestimos como cristianos, cumplimos unas cuantas reglas y componemos varias canciones que nos ericen la piel. No digo que no se pueda buscar así a Dios de esta manera (¡«todo es vuestro»!). Solo digo que aquí todavía no lo hemos encontrado y, antes o después, tocará cambiar el espejo por una ventana para dar con Él.