Cox’s Bazar, un hormiguero sin salida
Mientras las organizaciones humanitarias tratan de evitar que en cualquier momento se produzca una explosión de contagios entre los refugiados rohinyá, cientos de ellos no dudan en echarse al mar ante la falta de perspectivas de futuro
Con más de 3.000 casos de COVID-19 nuevos al día (al cierre de esta edición eran en total 115.000, con 1.500 muertos), la desescalada que Bangladés inició a comienzos de junio amenaza con ser más bien una caída libre. «Nadie puede adivinar cuándo se aplanará la curva», confirma a Alfa y Omega Inmanuel Chayan, portavoz de Cáritas en el distrito de Cox’s Bazar. Esta región suroriental, hogar desde 2017 de cerca de un millón de refugiados rohinyá huidos de la vecina Myanmar, cuenta con 1.952 casos y 29 muertes entre la población local, y 45 casos y cuatro muertes entre los refugiados. Pero los datos son poco fiables, pues solo se han hecho 456 pruebas a rohinyá y 11.873 a locales. Solo recientemente una tercera máquina ha permitido alcanzar las 140 diarias.
Distintas instituciones, desde la OMS y ACNUR a Médicos Sin Fronteras, se esfuerzan por prevenir, concienciar y combatir la desinformación, instalar puestos de lavado de manos o rastrear los contactos en un lugar donde «la gente se mezcla constantemente», incluso a pesar del confinamiento, explica Chayan. Pero dada la alta densidad de población y la insuficiencia de recursos de higiene, «es posible que la infección se extienda con rapidez» en cualquier momento.
232 personas han hecho cuarentena en uno de sus centros. 875 más podrán hacerlo en los 175 refugios cedidos a ACNUR.
175 pozos, 64 aseos y 166 letrinas reparados y limpiados.
60.000 personas informadas por distintas vías (visitas, mensajes al móvil, colaboración con líderes comunitarios e imanes…).
250 refugiados contratados para ayudar con la concienciación, y 65 voluntarios rohinyá y 20 locales formados.
«No hay más camino que la concienciación y la prevención», concluye. Ellos trabajan tanto en los campos como con la comunidad de acogida, donde el confinamiento ha llevado a que siete de cada diez personas no tenga suficiente comida, según el Programa Mundial de Alimentos. Entre los rohinyá, muchos recibían sus escasos ingresos de pequeños trabajos que les encargaban las organizaciones humanitarias.
Atención psicológica, prioritaria
La pandemia ha obligado a Cáritas a interrumpir muchos proyectos, como los educativos y otros destinados a niños y mujeres. Pero se ha buscado la manera de continuar el apoyo psicológico, a distancia y con la mediación de voluntarios de la propia comunidad. Junto a las heridas causadas por la dramática huida de su país en agosto de 2017, se intenta abordar el «grave impacto en el bienestar físico y psicológico» que causa la elevada concentración de personas. También están esforzándose por ampliar un incipiente proyecto para combatir la violencia contra la mujer, que se ha duplicado durante la pandemia.
Los desafíos no faltan. Y, desde hace un tiempo, existe otro. En enero, Cáritas empezó a colaborar con los líderes y los imanes también para intentar evitar que los refugiados sucumban al canto de sirena de los traficantes que les ofrecen escapar del hormiguero de Cox’s Bazar, con sus escasas perspectivas laborales y educativas, hacia una nueva vida en Malasia. El fenómeno no es nuevo, pero al cerrar los países vecinos sus fronteras por la pandemia ha adquirido tintes mucho más dramáticos, con noticias como la muerte de docenas de personas en abril a bordo de un barco que tuvo que volver a Bangladés con cientos más al borde de la inanición; la devolución desde Malasia de 269 rohinyás hace dos semanas, o los elevados rescates que en las últimas semanas están pidiendo los traficantes a las familias de 300 personas, atrapadas en el mar desde febrero.
«Si los refugiados tuvieran libertad de movimiento y acceso adecuado a alimentación, sanidad, educación y formas de ganarse la vida, tal vez no seguirían adelante con un viaje tan peligroso» como intentar llegar a Malasia por mar, subraya Shiba Mary, portavoz de Cáritas Bangladés. Pero hacia cualquier lugar donde miren, su futuro es oscuro. Sigue siendo inviable su regreso a Myanmar, pues «no ha tenido ningún impacto visible» la hoja de ruta diseñada en 2017 por una comisión liderada por el ex secretario general de la ONU Kofi Annan, para solucionar la persecución étnica y religiosa de la que huyeron.
«Hace falta planificar a largo plazo su integración con el resto de la población. Pero esta es una cuestión muy sensible políticamente» para el Gobierno, reconoce Mary, debido a los crecientes problemas de seguridad en la zona y a la presión interna para zanjar el problema. A falta de un plan con amplitud de miras, las autoridades han optado por implantar «estrictas medidas de seguridad en los campos e intentar trasladar a algunos de los refugiados a una isla, Bhasan Char», a 60 kilómetros de la costa. Más que islas, los chars son superficies planas emergentes formadas con sedimentos en el golfo de Bengala, inestables y muy vulnerables a los ciclones. A pesar de ello y de las críticas de los líderes rohinyá y de organizaciones de derechos humanos, el Gobierno seguía adelante a finales de 2019 con la construcción en Bhasan de alojamientos para instalar allí, sin fecha prevista, a 100.000 refugiados.