Corte y confección para salir de la crisis
Las creaciones de varias modistas improvisadas han llegado hasta México y Estados Unidos gracias a su ímpetu y al apoyo de una parroquia de la madrileña Torrejón de Ardoz
Hace justo un año por estas fechas, Clara Boricó, natural de Guinea Ecuatorial, charlaba a las puertas de la iglesia de Santiago Apóstol de Torrejón de Ardoz (Madrid) con una amiga, Sandra. Las dos habían llevado a sus hijos al campamento que había organizado la parroquia para ayudar a mujeres migrantes en dificultades y con cargas familiares que se habían acercado durante la pandemia. Clara se lamentaba de su situación. Entonces vivía en un estudio minúsculo con sus cuatro hijas, su madre, su hermana, que está enferma, y su sobrina. Era el único sostén de la familia y se había quedado sin trabajo. Sandra también tenía una situación complicada. Las dos lloraban.
—No tengo ni para comprar un bote de leche —confesó Clara.
—Vamos a pedírselo a Álvaro [el párroco] —respondió Sandra.
—No, que me da apuro —replicó.
El pequeño taller, que había nacido para un mes, se ha convertido en un proyecto que ya está explorando las posibilidades para dar un paso más: abrir una tienda de ropa de segunda mano y arreglos, aunque todavía tienen que definir el concepto. El párroco ya se ha empezado a mover para buscar financiación. Empezarán pidiendo ayuda al Ayuntamiento y a las entidades financieras.
Otro proyecto es un viaje a Valencia para ir a conocer a las religiosas de Iesu Communio, previsto para el pasado fin de semana y pospuesto por un positivo en COVID-19. Una visita que surgió gracias a la generosidad de una amiga de Álvaro, que le entregó 1.000 euros.
Entre tanto, Álvaro Castro se acercó y les preguntó qué pasaba. Clara intentó disimular, pero el sacerdote insistió. Más que pedir, lo que hicieron fue una propuesta: confeccionar mascarillas y venderlas. Sacarían un dinero.
A Álvaro le pareció buena idea y llamó a una amiga de Campo Real, donde había sido párroco. Blanca García había respondido a la petición de su Ayuntamiento y había hecho mascarillas durante el confinamiento. Quizás podría ayudarlas a dar los primeros pasos. Dijo que sí al momento. «Soy mexicana y voy a cumplir diez años en Campo Real. Cuando Álvaro me contaba la historia de estas mujeres, me recordaban a mí cuando llegué a España. Yo vine por amor y la situación era diferente, pero estar lejos de tu casa y de tu familia es difícil. Me acordaba también de lo importante que fue encontrarme con la parroquia y la acogida que recibí», explica en los locales parroquiales que hacen las veces de taller. Y Blanca enroló a María Ruano, también feligresa de Campo Real y amiga suya.
Comenzaron con nueve personas con las máquinas de coser que trajeron las dos campeñas –Clara las llama con cariño «campurrianas»–, aunque a Álvaro se le ocurrió apelar a la solidaridad de la comunidad parroquial para conseguir más. Gracias a la generosidad, hicieron las primeras mascarillas, que han ido perfeccionando con el tiempo, y las vendieron. También llegaron donativos económicos –algunos muy importantes–, así como donaciones de telas, compras, encargos… Luego, gracias a una subvención de la Fundación La Caixa –empeño también del párroco–, compraron máquinas de coser nuevas. Recibieron, asimismo, el apoyo de otras parroquias e incluso del Ayuntamiento de Torrejón de Ardoz, que les dio permisos para vender en la calle.
Lo que más le ha tocado a Álvaro es la respuesta gratuita de tantas personas, de Blanca y María y de toda la comunidad: «El asombro más grande es cómo se ha sostenido esta realidad, no por una genialidad de alguien, sino por una familia que ha acogido esa necesidad como propia».
También le conmueve la entrega de las mujeres que, a pesar de sacar poco dinero con esta actividad –entre 40 y 80 euros al mes–, «han seguido trabajando, siendo creativas…». «Tienen entusiasmo y alegría por el hecho de trabajar y estar juntas. Esto les ha devuelto la dignidad y la alegría de vivir, de sentirse útiles y de aprender. Cuando veo eso, me vuelco», añade.
Como dice Ana María Pulchino, que llegó de Venezuela justo antes de la pandemia y se ha visto en dificultades junto a su hija, lo que se ha creado en el taller –que han bautizado definitivamente con el nombre de Hilos con Esperanza– «es una familia». «Ayuda –toma la palabra el párroco– a ser acompañado, a no estar solo. Hablan de su familia, de sus problemas…». De hecho, en los inicios del proyecto, las invitaba a parar cada día a las 11:30 horas para desayunar y hablar. Ahí fueron contando sus historias y favoreciendo la unión entre ellas.
Van a cumplir un año juntas, un año para conocerse a fondo y trabajar duro. Hicieron mascarillas para parroquias, cofradías, congregaciones religiosas –200 para la comunidad de Iesu Communio en Godella–, para primeras comuniones… que han llegado a muchos rincones de España e incluso a México y Estados Unidos. Pero no solo, pues también confeccionaron trajes para perros –iniciativa que surgió por el temporal Filomena–, colchas, delantales para camareros, babis e incluso el arreglo de un vestido de una novia a la que hicieron feliz.
¿Un vestido de novia? «Hablé con ella –cuenta Blanca– para ofrecerle mascarillas para la boda y me dijo que sí. Pero, más adelante, tuvo un problema muy grande con su vestido y nos preguntó si podíamos ayudarla. Eran palabras mayores, pero entonces estaba con nosotros Xiomara, una colombiana que había trabajado con un modisto. Cuando se probó el vestido, ya arreglado, lloraba al ver el resultado».
El Parlamento Europeo ha concedido un premio a los vecinos de un pequeño pueblo canario. Se trata de la Villa de Moya, que ha sido galardonada con uno de sus Premios Ciudadano Europeo 2021, por la acogida e integración de migrantes. El jurado ha destacado que la labor de los vecinos «da una expresión concreta a los valores consagrados en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, y promueve una integración más cercana entre los ciudadanos, al tiempo que se facilita la cooperación transfronteriza y transnacional dentro de la Unión Europea». Recibirán el galardón en una ceremonia que tendrá lugar el próximo 9 de noviembre.
«Es un auténtico orgullo, un reconocimiento a la solidaridad que siempre ha estado presente en el municipio», asegura Melián Castellanos, vecino de la localidad y miembro del Secretariado de Migraciones de Canarias.
Todo surgió en el último trimestre de 2019, cuando comenzó a crecer el número de pateras que llegaban a las islas. Entonces, «el Ayuntamiento de Moya, con el alcalde Raúl Alfonso a la cabeza, se puso inmediatamente a disposición del Gobierno de Canarias y del resto de administraciones para ceder los espacios con los que contaba el municipio», recuerda Castellanos.
Dicho y hecho. Se montó un dispositivo de acogida y llegaron los primeros migrantes al municipio. A partir de ahí, «surgió un movimiento espontáneo en el que se implicó muchísima gente», asegura este abogado experto en migraciones. «Todo el mundo se acercaba a ver, a conocer a los chicos, a prestarles la asistencia que necesitaran o simplemente a escucharles y darles un abrazo». Muchos agricultores, por ejemplo, les llevaban alimentos.
De esta forma, se fue creando una red ciudadana que, además, «contó siempre con el respaldo del Ayuntamiento», agradece Castellanos. «Cuando los voluntarios llamábamos al alcalde porque necesitábamos cualquier cosa, la respuesta era siempre sí». Así, los nuevos vecinos de la localidad empezaron a poder ir a jugar al campo de fútbol municipal.
Pero los migrantes no han sido los únicos beneficiados. «Ellos también nos han aportado muchísimo. Nos han enriquecido con sus tradiciones, con sus historias, con su cultura, con su generosidad…». Castellanos pone un ejemplo: «Es raro que haya alguno de estos chicos delante de una persona que esté cargando una caja y no se preste a ayudarla». Y habla de ellos como «parte de nuestra sociedad». Ahí está la clave del premio: «Moya no se ha limitado al asistencialismo. Se ha producido una integración real. Son unos vecinos más».