COP28 y bellezas fáciles - Alfa y Omega

Nos encontramos en las vísperas de la COP28, esa conferencia anual de la Convención de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que tiene como objetivo último estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Esta loable finalidad no está exenta de permanentes polémicas en cuanto que las medidas que se van adoptando son insuficientes para unos y excesivas para otros. El problema se plantea cuando los argumentos para sostener las tesis de un lado o de otro se traducen en comportamientos injustificables que terminan por deslegitimar la causa final.

Me refiero a los ataques llevados a cabo una vez más, esta misma semana, por activistas del movimiento ecologista Just Stop Oil, que el año pasado arrojaron sopa de tomate al cuadro de Van Gogh Los girasoles y que ahora han roto a martillazos la obra de Velázquez Venus del espejo. Cuando se los ha detenido, han manifestado que no tienen ningún interés en dañar el arte y que solo pretenden concienciar sobre la emergencia climática.

¿Cómo se puede defender la naturaleza atacando la belleza del arte que la representa? Decía Tocqueville que las sociedades se rigen por una ideología utilitarista que solo atiende a beautés faciles (bellezas fáciles). Pero, ¿qué ejemplo transmiten con ello a los que supuestamente quieren concienciar y adherir a su causa? Lo único que provocan es contribuir al más absoluto rechazo de su proyecto por muy justo que pudiera ser. Y si este tipo de aberraciones son mínimamente justificadas, entonces nos encontraremos ante eso que el joven filósofo Pablo Caldera denomina el fracaso de la belleza. La defensa de cualquier causa y también, por tanto, la de la naturaleza, solo puede hacerse desde un comportamiento ejemplar. Atacando esas obras de arte se atenta contra una de las manifestaciones más genuinamente humanas. La destrucción y el escarnio público de esas obras de Van Gogh, de Velázquez o de tantas otras, además de un grave delito penal, suponen el fracaso de la belleza que es, paradójicamente, la mayor antítesis que puede hacerse a la defensa de nuestra casa común.