Desde el comienzo de su pontificado el Papa Francisco está llamando por activa y pasiva a la conversión personal de cada cristiano, pero también a la conversión pastoral de las instituciones y prácticas eclesiales, en tanto que formas evangelización, para que sean más misioneras, expansivas y abiertas, poniendo el acento en el primado de la misericordia y de la salida misionera, de modo que favorezcan el encuentro personal con Jesucristo y que el Evangelio pueda llegar a todos. Esa es una gran llamada que arrancó en la exhortación apostólica programática Evangelii gaudium (2013) sobre el anuncio del Evangelio hoy, y llega hasta la constitución apostólica Praedicate Evangelium (2022) sobre la reforma de la Curia romana.
A discernir dónde está la verdadera conversión pastoral ayudan los conocidos principios que actúan como criterios para orientar una renovación estructural que sea testimonio de la misericordia del Padre revelada en Jesucristo a través del Espíritu, principal agente de la vida pastoral que siempre crea comunión e integración en la diversidad interna de la Iglesia, y abre posibilidades de evangelización y trasformación del mundo.
El primero es «el tiempo es superior al espacio», y asume la tensión entre la plenitud, como horizonte de la vocación de la Iglesia, y el límite, su concreción histórica. Aquí la conversión convoca a iniciar procesos de renovación y purificación, en tensión hacia el futuro, para superar la nostalgia de estructuras que han dejado de ser cauces de vida en el mundo actual. El «siempre se ha hecho así» pone resistencias al cambio de las estructuras, aunque estas ya no cumplan su misión evangélica ni creen en los bautizados pertenencia eclesial. Esta resistencia ha de ser confrontada con el principio «la unidad prevalece sobre el conflicto», ya que las buenas estructuras sirven cuando son animadas, sostenidas y evaluadas por la vida que las impulsa. Es decir, cuando, con auténtico espíritu evangélico, están orientadas a la misión de Cristo, no a la introversión eclesial, que pretende construir la Iglesia con meros planes humanos.
Normalmente una institución estará especializada en una determinada área de acción (caridad social, educación, comunicación, salud, etc.), pero solo estará evangélicamente bien orientada si favorece el desarrollo integral de la persona y el bien común de la sociedad. Eso es lo que apuntala el cuarto principio del «todo superior a la parte», inclusivo, integrador y promotor de la comunión, la participación y el protagonismo de los bautizados en una dinámica de caminar juntos que reclama revisar relaciones y mentalidades, así como estilos comunicativos y operativos.
Hay una fuerte llamada a encarnarse en la realidad concreta, atender a la situación de las personas y a lo que el Espíritu dice a la Iglesia (Ap 2, 29), huyendo de tentaciones gnósticas, donde prima la abstracción sobre la concreción histórica y la encarnación vital. Eso pide discernir los signos de los tiempos a la luz del Evangelio y asumir un estado permanente de misión, como actitud de salida para descubrir y responder a los cambios en la sociedad. Este desafío evangelizador es iluminado por el principio de «la realidad es superior a la idea»: entre la idea y la realidad se debe instaurar un diálogo constante para que la idea no se separe de la realidad. Es increíble ver con cuánta facilidad quedamos atrapados en retóricas huecas e intelectualismos vacuos, donde abundan materiales para segregar ideologías baratas, esas que se convierten en refugios donde se busca confort y seguridad, pero ahuyentan la vida.
Le gusta decir a Bergoglio que «la vida hay que recibirla como viene», pero lo dice llamando a la elección evangélica según la caridad discernida (discreta caritas), no a la pasividad resignada del que se deja llevar por la corriente o renuncia a actuar. El estilo sinodal de participación, discernimiento y corresponsabilidad es expresión de esa discreta caritas. La reciente cumbre de todos los cardenales para analizar y asumir juntos Praedicate Evangelium marca un hito en ese modo de actuar —caminando juntos— hacia un nuevo modelo institucional que tendrá que ir impregnando todas las estructuras eclesiales, desde la mismísima Curia romana a la parroquia más recóndita.
Se trata de que nuestras comunidades e instituciones no sean ajenas a las dinámicas sociales de nuestro tiempo, en sus contextos, sin perder el carácter profético que brota del Evangelio y manteniendo la voluntad sincera de ir a lo esencial, la habilidad para reconocer humildemente los errores y corregirlos, y la capacidad para levantarse de los tropiezos y las caídas… Ciertamente esas actitudes solo pueden crecer en el humus de una robusta espiritualidad de encuentro personal y comunitario con el Señor.